domingo, 19 de mayo de 2013

CAMINO DE LA PATRIA


         


Cunado se pueda andar por las aldeas
y los pueblos, sin ángel de la guarda.
Cuando sean más claros los caminos
y brillen más las vidas que las armas.
Cuando los tejedores de sudarios
oigan llorar a Dios entre sus almas.
Cuando en el trigo nazcan amapolas
y nadie diga que la tierra sangra.
Cuando las sombras que hacen las banderas
sea una sombra honesta y no una charca.
Cuando la libertad entre a las casas
con el pan diario, con su hermosa carta.
Cuando la espada que vela la justicia
aunque desnuda se conserve casta.
Cuando reyes y súbditos junto al fuego
j….  sean de amor y de esperanza.
Cuando el vino excesivo se derrame
y entre las copas vacías se reparta.
Cuando el pueblo se encuentra y con sus manos
teja él mismo sus sueños y su manta.
Cuando de  noche grupos de fusiles
no despierten al hijo con su habla.
Cuando al mirar la madre no se sienta
dolor en la mirada y en el alma.
Cuando en lugar de sangre por el campo
corran caballos y flores sobre el agua.
Cuando la paz recobre su paloma
y acudan los vecinos a mirarla.
Cuando el amor sacuda las cadenas
y le nazcan dos alas en la espalda.
Sólo en aquella hora podrá el
hombre decir que tiene patria.

          Autor: Carlos Castro Saavedra

EL SUEÑO DE UN SOÑADOR


                                 


Miguel se movía de un lado al otro del andén; de pronto se sentó en un banco, sacó de su mochila una caja de lápices de maquillaje y empezó a pintarse la cara, de tanto en tanto se miraba en un diminuto espejo. En aquel momento se oyó el silbido próximo de un tren que se acercaba a la estación. Comenzó a recoger los lápices esparcidos por encima del banco; la intención era no dejar escapar aquel “carrilet” que ya asomaba por la curva próxima a la estación. Por un momento se miró de nuevo en el espejo y pensó: “No, aún no estoy presentable. Además, estos Ferrocarriles tienen hoy en día una frecuencia casi como la del metro, pronto vendrá otro”.
Todos los pasajeros que esperaban a su lado subieron al convoy; algunos, ya dentro, siguieron mirando por las ventanillas la extraña conducta de aquel hombre que quedaba, en el andén, enfrascado en su aderezo facial. El tren partió y Miguel siguió pintando su rostro con naturalidad. Se miró de nuevo en el cristal y dio por concluida su tarea. “Ha quedado perfecto: cuatro partes iguales, dos blancas y dos negras en diagonal” pensó. Entonces sí, recogió todos sus apechusques y los guardó en la mochila. Al mismo tiempo, extrajo de ella una blusa blanca de seda estampada con rombos negros. La sostuvo en la mano y tan pronto llegó otro tren y abrió sus puertas se la metió por la cabeza y quedó completamente disfrazado de arlequín.
El bufón quedó de momento allí en un rincón junto a la puerta. Tan pronto el “carrilet” se puso en marcha, el payaso con un salto espectacular se plantó en el centro de la plataforma. Algunos viajeros se retiraron, asustados y sorprendidos, a los bordes de aquel escenario improvisado. Todos, absolutamente todos los pasajeros del vagón, estaban pendientes del artista. La mayoría de ellos permanecían callados y atentos, un poco impacientes por el comienzo de la representación; otros, los menos, miraban despectivamente a aquella figura extraña, a aquel payaso.
El arlequín alzó despacio la mano derecha, giró lentamente sobre sí mismo mientras iba observando a su público curioso: había hombres y mujeres, niños y abuelos; en la mayoría de los rostros se dibujaban sonrisas. Sólo un par de miradas reprobadoras. Pero en todas se observaba una expectación impaciente, le pedían en silencio, sólo con la mirada, que comenzase ya la representación.
-“He aquí el tinglado de la antigua farsa -comenzó la declamación con una voz fuerte, grave e impostada-, la que alivió en posadas aldeanas el cansancio de los trajinantes, la que embobó en las plazas de humildes lugares a los simples villanos, la que juntó en ciudades populosas a los más variados concursos, como en París sobre el Puente Nuevo, cuando Tabarín desde su tablado de feria solicitaba la atención de todo transeúnte, desde el respetado doctor que detiene un momento su docta cabalgadura para desarrugar por un instante la frente, siempre cargada de graves pensamientos, al escuchar algún donaire de la alegre farsa, hasta el pícaro hampón, que allí divierte sus ocios horas y horas, engañando al hambre con las risas; -movía las manos, gesticulaba con todo el cuerpo acompañando el gesto adecuado a la palabra declamada; su mirada iba de uno a otro espectador. Se iluminaba su rostro o entristecía el gesto según conviniese. Los viajeros sonreían, correspondiendo así a su mirada. A la mayoría de ellos se los había ganado como cómplices-… y el prelado y la dama de calidad, y el gran señor desde su carroza, como la moza alegre y el soldado, y el mercader y el estudiante”.
Llegó la primera parada desde que se inició aquella farsa: el tren se detuvo, el arlequín calló y quedó mudo, con la mirada perdida, como si todo él se hubiera ausentado. Hubo viajeros que subieron, otros descendieron del tren, éstos últimos pretendían seguir, desde el andén con los ojos, la reanudación de la representación teatral. Los viajeros nuevos se colocaron: unos buscaron un rincón en la plataforma, y su vista quedó prendada de aquel mimo silencioso y llamativo situado en el centro del estrado; otros, los menos,  pasaron a su lado casi ignorándolo y buscaron un asiento para leer un periódico, un libro, o simplemente para leer sus propios pensamientos. Mas tan pronto arrancó el convoy, el mimo dejó de serlo para convertirse de nuevo en actor: su mirada volvió, su cuerpo adquirió movimiento y su boca tomó la palabra: 
“Gente de toda condición, que en ningún otro lugar se hubiera reunido, comunicábase allí su regocijo, que muchas veces, más que de la farsa, reía el grave de ver reír al risueño, y el sabio al bobo, y los pobres de ver reír a los grandes señores, ceñudos de ordinario, y los grandes de ver reír a los pobretes, tranquilizada su conciencia con pensar: ¡también los pobres ríen! Que nada prende tan pronto de unas almas en otras como esta simpatía de la risa…       
Hizo una pausa, como si de pronto hubiera olvidado el texto de Jacinto Benavente, como si “Los intereses creados” hubieran desaparecido por completo de su mente. Mas su pausa no fue debida al olvido o la falta de memoria, no. Su gesto de comediante cambió, devino en una mueca extraña. Ante él, apenas a cuatro metros de distancia, parado, contemplándole en silencio se hallaba un inspector de los Ferrocarriles Catalanes. El funcionario volvió a tomar movimiento y continuó solicitando afablemente el billete a los pasajeros. El arlequín trocó su rigidez por naturalidad e introdujo la mano en el bolsillo de su pantalón, extrajo su ticket y con un gesto ampuloso, acompañado de una reverencia, adelantándose un paso, entregó el boleto al revisor; éste lo tomó, lo taladró con sus tenacillas, y lo devolvió al artista correspondiendo su donaire con una ligera inclinación de cabeza. El funcionario continuó realizando su tarea y Miguel volvió a ser de nuevo el artista soñador, el actor tantas veces deseado en sueños nocturnos y en sueños diurnos:
“Alguna vez, también subió la farsa a palacios de príncipes, altísimos señores, por humorada de sus dueños, y no fue allí menos libre y despreocupada. Fue de todos y para todos –el arlequín giró levemente su cabeza hacia el fondo del vagón por donde aún trabajaba el inspector, éste levantó su mano y la agitó en el acto a modo de despedida, el bufón le lanzó un beso con la mano izquierda correspondiendo así a la cortesía del funcionario; inmediatamente después desapareció por la puerta que comunicaba con el siguiente convoy-. Del pueblo recogió burlas y malicias y dichos sentenciosos, de esa filosofía del pueblo, que siempre sufre, dulcificada por aquella resignación de los humildes de entonces, que no lo esperaban todo de este mundo, y por eso sabían reírse del mundo sin odio y sin amargura.
Una joven que había permanecido embobada frente a él, tomó un pequeño sombrero que coronaba su linda testa y, después de depositar en él una moneda, pasó por delante de todos aquellos espectadores pidiendo una gratificación para el artista, mientras éste seguía representando la mejor pieza teatral de don Jacinto Benavente:
“Ilustró después su plebeyo origen con noble ejecutoria: Lope de Rueda, Shakespeare, Molière, como enamorados príncipes de cuento de hadas, elevaron a Cenicienta al más alto trono de la Poesía y el Arte. No presume de tan gloriosa estirpe esta farsa, que, por curiosidad de su espíritu inquieto os presenta un poeta de ahora.
Una nueva parada: el actor vuelve a convertirse en mimo, los viajeros de nuevo suben, de nuevo bajan, algunos se resisten a marchar; hay quien se alza del asiento, mira el reloj y se vuelve a sentar. Un joven, recién venido, con el cabello rapado e indumentaria nazi, se detiene ante el arlequín y con gesto osco, a dos dedos de su rostro, le insulta: ¡mamarracho! ¡escoria! ¡maricón! El artista le sonríe y, al mismo tiempo, le rechaza con gesto suave pero enérgico; el bruto alza sus brazos en un gesto bravucón y amenazante; en aquel momento, dos hombres y una mujer se lanzan contra él y le obligan a alejarse del actor. El muchacho pendenciero emprende la retirada y marcha hasta el fondo del vagón, allí toma siento en uno de los últimos lugares, saca su móvil e inicia una conversación acompañada de gestos bruscos y autoritarios. La muchacha, que se había retirado a un rincón durante el provocador incidente, armada de valor, reclama  nuevamente, sombrero en mano, una dádiva para el artista. Él mimo vuelve a tomar vida como si nada hubiera pasado:
“Es una farsa guiñolesca , de asunto disparatado, sin realidad alguna. Pronto veréis cómo cuanto en ella sucede no pudo suceder nunca, que sus personajes no son ni semejan hombres y mujeres, sino muñecos o fantoches de cartón y trapo, con groseros hilos, visibles a poca luz y al más corto de vista. Son las mismas máscaras de aquella Comedia del Arte italiano, no tan regocijadas como solían, porque han meditado mucho en tanto tiempo –Miguel se desprendió por un instante del artista y se le escapó una fugaz mirada, hacia el fondo del vagón: vio unos ojos plenos de odio y de rencor, y unos dedos que llevados a la sien le decían que estaba loco. Loco, aquella palabra le estremecía. Durante toda la mañana no había pensado en ella, pero ahora le golpeaba el alma y le oprimía el corazón. Por un momento se le escaparon dos lágrimas que sólo algunos pocos espectadores lograron ver. Su mente dio un salto y volvió a escena-. Bien conoce el autor que tan primitivo espectáculo no es el más digno de un culto auditorio de estos tiempos; así pues, de vuestra cultura tanto como de vuestra bondad se ampara. El  autor sólo pide que aniñéis cuanto sea posible vuestro espíritu. El mundo está ya viejo y chochea; el Arte no se resigna a envejecer, y por parecer niño finge balbuceos… Y he aquí como estos viejos polichinelas pretenden hoy divertiros con sus niñerías.
Cuando el actor calló, se acercó la joven con su sombrero para ofrecerle el resultado de su acto petitorio. “¿Cómo te llamas?” Preguntó Miguel. “María”, respondió la joven. “Gracias María”. El payaso tomó en aquel momento a la muchacha por la mano, la condujo lentamente, ante la expectación del heterogéneo público, y la llevó hasta un asiento de la segunda fila donde había una mujer emigrante con dos niños pequeños agarrados a su falda y un bebé  en el regazo, indicó con un gesto amable y bondadoso que entregase la colecta a aquella mujer. María así lo hizo. Inmediatamente, Miguel con sus palmas arrancó un fuerte aplauso de la concurrencia dedicado a aquella generosa muchacha.
Aquel acto de generosidad coincidió con una nueva parada. Se abrieron las puertas; con gran sorpresa para muchos, irrumpieron en el vagón dos mozos de escuadra. El actor había quedado inmóvil, al igual que en paradas anteriores. Al ver entrar a los policías hizo un intento de coger su pequeña mochila que se hallaba en el suelo junto a la barra central, mas no le dio tiempo. Un representante de la ley lo tomó por el brazo: “Hoy Crispín –le dijo-; hace dos semanas de Hamlet ¿A quién interpretarás el próximo día que te escapes? ¿Dónde darás tu representación? Convéncete, no eres actor, eres un enfermo y debes volver al hospital para curarte.
Se cerraron las puertas y el tren arrancó. “¡Tira de la palanca de emergencia!”, gritó el mozo que sujetaba a Miguel por el brazo. “No, No –respondió su compañero-, esperaremos hasta la siguiente parada, hasta el próximo pueblo, allí pediremos el coche a los municipales y lo trasladaremos al psiquiátrico.
Miguel con un golpe seco se zafó del agente y dijo:
-Adelantaré aquí, señores, el final de esta obra, porque también a mí me llega el final –acto seguido se puso a declamar ante la doble expectación de aquellos compañeros de viaje que se habían convertido en su público-: “…Y en ella visteis, como en las farsas de la vida, que a estos muñecos, como a los humanos, muévenlos  cordelillos groseros, que son los intereses, las pasioncillas, los engaños y todas las miserias de su condición –el policía quiso agarrarlo por el brazo de nuevo, mas él volvió a zafarse y éste a un gesto de su compañero, lo dejó tranquilo; en aquel momento el actor se encaró con él y, con una sonrisa irónica y gesto burlón, continuó-: tiran unos de sus pies y los llevan a tristes andanzas; tiran otros de sus manos, que trabajan con pena, luchan con rabia, hurtan con astucia, matan con violencia. Pero entre todos ellos, desciende a veces del cielo al corazón un hilo sutil, como tejido con la luz del sol y con luz de luna: el hilo del amor, que a los humanos, como a esos muñecos que semejan humanos, les hace parecer divinos, y trae a nuestra frente resplandores de aurora, y pone alas en nuestro corazón y nos dice que no todo es farsa en la farsa, que hay algo divino en nuestra vida que es verdad y es eterno, y no puede acabar cuando la farsa acaba.
El artista hizo una gran reverencia hacia su público y éste le correspondió con un estruendoso aplauso. En ese instante el “carrilet” entraba en la estación de Martorell. Los policías ya hartos de aquella pantomima, lo agarraron por los brazos y lo empujaron hacia la puerta. El actor se volvió por última vez hacia sus compañeros de viaje:   
-Yo no puedo acabar cuando la farsa acaba. Sin duda, mis sueños no pueden acabar, cuando la farsa acaba; menos aún ahora, y a pesar de que estos servidores de la ley me arrastran y me roban libertad. Me encerrarán en Sant Boi, una y otra vez, y otra, pero mis sueños, los sueños de este soñador no acaban ahora, ni ahora ni nunca, ni cuando esté tras las rejas de esa casa de salud que antes llamaban manicomio y ahora la llaman clínica mental. No, no podrán acabar jamás con los sueños de este soñador.
Los dos mozos de escuadra lo alzaron en volandas cogido por los brazos y bajaron con él del tren. Miguel vuelto el rostro hacia dentro del vagón recibió un último aplauso de su público; en ese instante, rodaron por sus mejillas sendas lágrimas silenciosas.         
            














no apagues tu mirada



                                                                        
Espera, mi amor, no apagues tu mirada.
Deseo yo en los ojos leer tus pensamientos.
Tu voz está callada y el alma casi muerta.
Espera, mi amor, no apagues tu mirada.

Aguanta, calla, pero no me dejes.         
Mi herida, tu herida, está aún abierta
Y el corazón me sangra.
Espera, mi amor, no apagues tu mirada.

Si mueres tú esta noche,
yo seguiré tu senda al alba
y moriré mañana.

Amor, amor, amor, no vayas.
Mis labios en tu boca insuflan alma.
Espera, mi amor, no apagues tu mirada...


                                               FRUCTUOSO






miércoles, 15 de mayo de 2013

LA VIRGEN NEGRA


                                 


Un sol de primavera entraba en la habitación iluminándola toda. El sol lucía tibio. Era mayo, una mañana de domingo, de domingo de primavera. Mi madre nos despertó temprano, mi padre aún no se había ido a trabajar –era festivo, pero mi padre trabajaba casi todos los domingos: tenía que procurar sustento para siete bocas, más la suya-. Después de lavarnos la cara, acudimos todos en torno a la mesa: el desayuno estaba preparado; mi madre con la ayuda de mi hermana mayor lo tenían todo a punto.
-Hasta la noche –dijo mi padre; agitó su mano en el aire a modo de despedida y  agregó-. Pasadlo bien.
Pronto estuvimos todos en la calle, cinco íbamos delante y, cerrando el grupo, unos pasos detrás de nosotros, como una gallina clueca con sus polluelos, venía mi madre con mi hermana Victoria, la mayor de todos. Caminamos un buen rato hasta alcanzar la parada del autobús. El vehículo se demoraba –estábamos en domingo y su frecuencia era más prolongada que los días laborables-, nosotros nos impacientábamos.
-Por eso os dije anoche que teníamos que madrugar –nos decía mi madre.
Vino el autobús casi vacío: festivo y temprano, era lógico que así fuese. Nos sentamos todos en torno a mi madre, los dos más pequeños se durmieron; mas pronto hubieron de despertar. Habíamos llegado a Fabra i Puig, allí estaba la primera parada de metro para llegar hasta la plaza de España. El metro no se hizo esperar tanto como el autobús. Mis hermanos volvieron a dormir. Yo le pregunté a mi madre:
-¿Falta mucho para llegar a los Ferrocarriles?
-No, no. Cuenta tú mismo las paradas que faltan, están indicadas ahí mismo, ahí sobre las puertas; ahora hemos pasado la parada de plaza Urquinaona y bajaremos en plaza España.
-¿Y allí ya estaremos en Montserrat?
-No hijo, no. Allí tomaremos un tren de los Ferrocarriles Catalanes. “Carrilet”, me han dicho que lo llaman.
-¿Y por qué tenemos que ir a Montserrat y no nos quedamos viendo el Zoo de Barcelona, madre?
-Anda, cuenta las estaciones y deja a madre en paz. No preguntes tanto, pesado –me riñó mi hermana Victoria.
-Déjalo, deja que pregunte. Escuchad todos: vuestro hermano Luís me ha preguntado el motivo de ir hoy a Montserrat. Os lo voy a decir: Cuando salimos de nuestro pueblo, hace ahora tres meses, prometí a la virgen de Montserrat que si todo iba bien, si a la llegada a Barcelona los policías no nos retornaban a nuestro pueblo, como hicieron antes con dos familias de allí y otras muchas de otros lugares de España; le prometí, repito, que lo antes que pudiéramos subiríamos todos a la “Montaña Sagrada” para ofrendarle una vela ante su altar.
-Pero padre no viene –objetó mi hermana mayor.
-No ha podido, pero ya vendrá otro día.
Habíamos llegado, por fin, al “Carrilet”. Al principio se me hizo pesado, pues aunque a mi madre le habían dicho que era un recorrido muy bonito, yo no encontraba diferencias con el metro; bueno, sí, los vagones eran algo más cómodos. Pero lo más importante para mí, seguía igual: íbamos bajo tierra, con luz artificial y por la ventanilla sólo veía pasar paredes. Lo mismo, lo mismito que el metro.
Comenzaba ya a dormirme, como mis hermanos pequeños, cuando de repente entró un fogonazo de luz y unos rayos de sol por las ventanillas, que me hicieron pegar un brinco y correr junto una ventana; allí pegué mi rostro. Ante mí desfilaban parcelas y parcelas de verdes huertas; también campos con árboles floridos como escarchados de nieve.
-Mira madre, mira qué bonito está el campo –le dije.
-Son cerezos en flor, hijo. También en nuestro pueblo había algunos, pero pocos, muy pocos. Mirad hijos, mirad cuántos cerezos en flor –dijo, reclamando la atención de mis hermanos. Los pequeños seguían durmiendo.
Luego apareció ante nosotros una bella iglesia con su campanario y en torno a ella casas y más casas; pronto estuvimos también pasando por un puente sobre un río de aguas turbias.
-¿Qué río es éste? ¿Y este pueblo cómo se llama? –pregunté a mi madre.
-No sé hijo, no sé. Ahora, cuando lleguemos a la estación, allí pondrá el nombre del pueblo.
-San Baudilio –dijo un pasajero que ocupaba un asiento a nuestra derecha, al otro lado del pasillo-. Y el río, es el río Llobregat. Ahora viene muy caudaloso por las lluvias de los últimos días.
Ganas me dieron de reír al oír lo de caudaloso. Enseguida pensé: “¡Qué diría este hombre si viera el Júcar al paso por mi pueblo! Y más ahora con el pantano que inauguró Franco el año pasado”. Sí, sentí ganas de reír, pero me contuve.
Efectivamente, en la pared de la estación había un cartel en el cual se podía leer: San Baudilio.
Bajaron dos o tres personas y subieron otras tantas, los andenes estaban casi vacíos. Claro, eran poco más de las diez de la mañana de un domingo y sólo a mi madre, y a cuatro como ella, se les ocurría madrugar.
Al instante pasamos junto a un edificio precioso, parecía una iglesia pero como más delicado. Tenía torres en punta, acabadas en puntillas de piedra y dos o tres  campanas en lo alto.
-Señor ¿Qué es ese edificio tan bonito? –preguntó mi madre al pasajero vecino.
-Es un manicomio, señora ¿Nunca ha oído hablar de los locos de San Baudilio?
-No, no señor. Sólo hace tres meses que vinimos a Barcelona.
-¿Madre, qué es un manicomio?
-Ya está el preguntón –me riñó mi hermana-. Todo lo quieres saber.
-Hijo, es un hospital donde encierran a personas locas; esas personas que a veces hacen disparates sin saber el porqué. Ahí los encierran y tratan de curarlos.
No entendí muy bien lo que quería decir mi madre y volví nuevamente a aplastar mis narices contra el cristal. Seguían los huertos, los árboles, los pueblos desfilando ante mi mirada: todo parecía igual, pero era diferente. Había matices, había distintas  formas, había tonalidades… Todo bello, muy bello. Y todo quedaba grabado en mi interior, como si mis ojos fuesen sendos objetivos de una cámara fotográfica.
El río aparecía y desaparecía ante mis ojos. El carrilet paraba de tanto en tanto; subía y bajaba gente del vagón, mas yo seguía embobado ante el paisaje interminable. De pronto saltó ante mi vista un puente de piedra muy extraño, pero muy hermoso.
-¡Mirad, mirad! ¡Qué cosa tan bonita! –alerté a mi familia.
-Es el Pont del Diable –dijo nuestro compañero de viaje.
-¿Cómo dice? –preguntó mi madre.
-Perdone, perdone. Es su nombre real, es decir en catalán se llama así; en castellano sería: El Puente del Diablo”. Se cuenta una bonita leyenda en la que el puente es el protagonista; pero no se la puedo contar porque yo me bajo aquí, en Martorell. Adiós, ha sido un placer –y se encaminó hacia la plataforma de salida. 
-Gracias señor –dijo mi madre.
Iba ensimismado contemplando tanta belleza, cuando de repente mi hermana Victoria exclamó:
-¡Qué montaña tan bonita, madre! ¿Es Montserrat, madre?
-Sí, sí, claro que es Montserrat, aunque yo tampoco la había visto hasta ahora.
¡Oh. Qué maravilla! Desperté de golpe de mi encantamiento y mis ojos parpadeaban confusos, como si no se creyeran que aquel milagro de La Naturaleza fuese real. ¡Qué picos de roca pura! ¡Qué formas tan extrañas y al mismo tiempo tan majestuosas, tan divinas. Y aquel reguero de pinos y matorrales que se colaba entre los riscos, y descendía como una cascada de verde brillante.
-¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! –Exclamé en voz alta. Luego callé: no podía, ni quería decir nada más; ni siquiera pensar. Quedé con los ojos bien abiertos y admiré en silencio aquella maravilla.
Aún iba hipnotizado por la emoción cuando mi madre nos hizo bajar del tren.  Subimos luego en otra especie de ferrocarril, pero muy estrambótico. Eran como grandes cajas unidas unas a otras en forma de escalera que debía ascender por una inclinada pendiente. Dicen que subía tirado por unos cables de acero, yo no lo sé; lo que sí sé, es que el corazón brincaba en mi pecho como un potro asustado.

Me hallé, de pronto, casi sin esperarlo dentro del templo. Seguían sorprendiéndome las maravillas; pensé que aquello no era real. Por un momento creí que aquella mañana, un hada madrina había tomada de la mano a toda la familia y nos había transportado a un mundo de fantasía. En un instante comprobé que sí, que todo era real: mi madre me tomó la oreja y, tirando de ella, me dijo:
-No te encantes hijo, que tenemos que subir a besar a La Virgen.
En la mano ya llevaba un cirio encendido, poco antes de comenzar a ascender por las escalerillas, que conducían al camerino de Nuestra Señora, dejó la vela en un candelabro.
Seguía mi excitación: desde que entramos en la basílica oí música monástica; ahora que estaba ya a un paso de poder besar la mano de La Virgen, el canto gregoriano parecía envolverlo todo. Me tomó mi madre de la mano y dijo:
-Bésala tú el primero Luís.
Alcé lo ojos y exclamé:
-¡La Virgen es negra! ¡Madre, La Virgen es negra!

Han pasado muchos años, muchos; en aquel tiempo mis cabellos eran negros, muy negros e indomable.; ahora, los pocos que quedan son blancos y lacios. A lo largo de mi vida, he subido a la Montaña Santa tantas veces que no las podría contar; no las podría contar, porque muchas se han borrado en mi memoria. Mas nunca, nunca jamás, he perdido un solo detalle de aquel día, de aquella jornada, de aquella excursión prodigiosa, donde descubrí: LA VIRGEN NEGRA.  




EL ZURRÓN DE MIS SECRETOS


                             
       “¡Por fin te encuentro María! No puedes imaginar lo mucho que me ha costado dar contigo. Pero bueno, todo lo doy por bien empleado, porque al final aquí estoy, a tu lado. ¡Hay que ver, cuánto ha cambiado este pueblo! Nada más llegar he ido en busca de nuestra calle. La calle estaba en su sitio, pero ¡tan cambiada!, casi no la reconocía, hasta le han puesto otro nombre; luego he intentado encontrar mi vieja casa, después la tuya. Ni rastros de la una, ni de la otra. ¡Cuánto bloque de cemento! ¡Cuánto piso! He sentido ganas de llorar. Sólo han conservado aquel viejo y hermoso palacete que estaba al final de la calle; lo suyo costó  al vecindario –según me ha relatado una vecina- para que no lo echaran a tierra.  
                    “Como te decía, me ha costado mucho encontrarte. He preguntado por ti, a unos y a otros. Algunos me miraban de un modo extraño, como quien mira a un loco “¿De qué casas habla usted? ¿Por quién pregunta?” Como si les hablase de hace un siglo ¡Claro, de hace un siglo no, pero han pasado tantos años! Alguna sonrisa maliciosa también he visto a mis espaldas. Finalmente, un anciano, tan mayor como tú y como yo, que tomaba el sol sentado en un banco cercano a donde vivíamos, me ha dado razón de tu hija mayor ¡Qué guapa es! Se parece a ti cuando tú eras una adolescente ¡Y qué amable y simpática! Ella me ha puesto al corriente de muchas cosas de tu vida, también de la suya. Ella me ha indicado, por fin, tu paradero. 

 “Te he traído este ramos de rosas rojas ¿Te gustan? Sí, ya sé que te agradan, eran tus flores preferidas. Hasta recuerdo que me leíste algunos versos, en los cuales loabas su color, su tacto, su perfume… ¡Qué bellos eran tus poemas! Aún guardo uno que me dedicaste; lo sé casi de memoria: “El brillo de tus ojos me seduce/ en ellos/ bebo el agua de la vida/ cada día/ tu alegre mirada me estimula/ cada instante… Luego sigues hablando de amor y de amistad ¿Qué fue lo nuestro, María?  No, no me lo digas. 
“Tiro esas flores marchitas y coloco en ese búcaro las rosas ¿Te parece bien, verdad?

 “María ¿Recuerdas aquella fría noche de invierno, nuestra última noche, nuestros últimos juegos en el atrio de la iglesia? Te pedí que me dieras un beso, un beso de despedida; tú dijiste: “No, hoy no. Mañana cuando amanezca”. Al amanecer corrí a tu casa a buscarte, a buscar aquel beso. Ya estaban todos despiertos y trajinando, preparando los últimos detalles para el viaje. Entré en el comedor, allí estabas tú con un camisón y sobre él una bata de lana, hacía mucho frío. Nos fundimos en un abrazo, tú llorabas; tu madre nos separó enseguida. “¡Venga, venga, que no es para tanto!” Aquel beso de amanecer, no me lo diste nunca. ¿Recuerdas aquella despedida? Sí la recuerdas ¿verdad? Apenas si comenzaba a clarear el día, aún había alguna estrella en el cielo y yo tiritaba de frío, de frío y de rabia ante la puerta de tu casa. Mis padres habían decidido marcharse de este pueblo, mi pueblo, también el tuyo ¡Cuánta suerte has tenido! No tuviste que emigrar. A mi hermana y a mí sólo nos dijeron, tres días antes de partir, que marchábamos a una gran ciudad; no nos dijeron siquiera que íbamos a otro país. “Vamos a una ciudad para prosperar” nos decía mi padre ¡Qué ironía! ¡Qué risa me da! ¡A prosperar! Fuimos de porteros a un viejo edificio ¡Qué salto en nuestra escala social! ¿Verdad? Claro que luego, pasados algunos años, supe la verdadera razón de nuestra huida, porque fue una huida. A partir de aquel momento, cuando supe la verdad, todo me pareció diferente, hasta heroico lo he considerado alguna vez; por otro lado, en aquel tiempo, cuando supe la verdad, mi fervor por ti ya se había enfriado, aunque no olvidado, yo nunca te olvidé.       
  “Yo no quería marchar de aquí, de mi pueblo, y menos entonces que era tan hermoso. Pero sobre todo no quería irme por ti; eras mi mejor amiga y, tal vez, también fuiste mi primer amor; no lo sé, no me hagas mucho caso… Estábamos allí, delante de tu puerta, porque tu padre le prometió al mío que él nos llevaría en su vieja camioneta, aquel vehículo con el cual tu padre se ganaba la vida. También tu madre se ofreció a servirnos el desayuno antes de partir; entre ellos, entre tus padres y los míos, había una amistad antigua y recia, y además eran vecinos de toda la vida.
   “Yo sí, yo me acuerdo  como si hubiese sido ayer. Teníamos apenas catorce o quince años. Nos abrazamos llorando, nos prometimos en un susurro querernos siempre y escribirnos muchas cartas. Yo cumplí mi promesa, al menos en lo que se refiere a las cartas, te envié tal vez cinco, seis, siete… No lo sé, ya no lo recuerdo. Han pasado muchos años… Pero tú me fallaste; ni a  uno sólo de mis escritos respondiste. ¿O es que acaso no llegaron a tus manos? Sí, seguramente no llegaron a tus manos. Tal vez tu madre los leyó y no le gustó cuanto en ellos te decía.
“Sí, debió de ser eso; a tu madre nunca le caí bien. Sí, sí, no me lo niegues, nunca le caí bien; en cambio mi hermana era la niña de sus ojos, tal vez porque era la más pequeña de la pandilla, tal vez porque era muy guapa y zalamera ¡Quién sabe!
“¿Recuerdas aquel otro día, dos meses aproximadamente antes de nuestra partida? Estábamos en tu cuarto, con la puerta cerrada. Nos hacíamos  confidencias; hablábamos de nuestros amigos, de nuestras amigas, los criticábamos y nos preguntábamos quién nos gustaba más de todos ellos. Tú dijiste que no sentías preferencia por ningún amigo, ni amiga, que nadie te atraía especialmente. “Bueno sí –corregiste enseguida-, a ti te quiero de una manera especial”; entonces yo tomé tus manos. En ese momento tu madre abrió la puerta y  comenzó a gritar: “¡Qué hacéis aquí con la puerta cerrada!” “Nada” Respondiste tú con un hilo de voz. “¡Fuera, fuera de esta casa!” Me gritó. Y aún la oí decir a mis espaldas: “¡Qué ganas tengo que te vayas de una vez!” No supe qué quería decir con aquella frase; mis padres no me habían hablado aún de nuestra marcha, pero ella ya lo sabía.

“Perdona este silencio prolongado María, perdona; pero es mucho cuanto quiero contarte y se me agolpan las ideas en la mente. ¡Son tantos años de ausencia!
“De ti, ya sé casi todo: tu hija, como te he dicho antes, me ha puesto al corriente. Espero no obstante que después me expliques también tú aquellos asuntos, aquellos sentimientos, aquellos hechos que sólo son tuyos, que sólo tú conoces, y que, como en aquellos viejos tiempos de nuestra adolescencia, “avoques –en mí- el zurrón de tus secretos” como tú me decías en aquella época.       

“Nuestra huida fue terrible, María. Salimos de aquí, de nuestro pueblo, como tú nos viste partir: mi madre y Lidia, la pequeña, iban en la cabina con tu padre; mi padre y yo, nos acomodamos en la caja de la camioneta recostados en los dos o tres fardos que llevábamos de equipaje. Los muebles se vendieron muy pocos, además todo se hizo casi en secreto, nadie debía enterarse de nuestra marcha, los que no se vendieron quedaron para vosotros como compensación del traslado que tu padre no quiso cobrar.
“Después de muchas horas de traqueteo -¡Qué carreteras aquellas!- y cansancio llegamos a una masía cercana a la frontera, allí nos dejó tu padre. En aquella casa pasamos la noche. A la mañana siguiente, antes de amanecer, partieron mi padre y mi hermana –sólo podían ir dos, más era muy peligroso-, los acompañaba un hombre rudo y adusto, tendría unos cuarenta años, era el guía. Por lo visto se ganaba la vida de aquella manera y, según supe después, también lo hacía porque era “rojo” como mi padre. Sólo se arriesgaba con gente republicana.
“Volvió el hombre al cabo de cinco o seis días; mientras tanto mi madre y yo permanecimos en una habitación, medio a oscuras, sólo entraba una mujer para traernos algo de comer. Ni siquiera salíamos para hacer nuestras necesidades, nos dejaron allí una bacinilla y con eso nos apañábamos. Una tarde nos advirtieron que nos preparásemos para marchar a la madrugada siguiente.
“Aquella travesía ha sido uno de los episodios más dramáticos de mi vida: pasamos hambre, mucha hambre, pasamos frío, mucho frío, pero sobre todo pasamos miedo, muchísimo miedo. Nos costó cuatro días completos atravesar los Pirineos. Anduvimos  por vericuetos donde la nieve nos cubría hasta las rodillas. La primera jornada al anochecer, el guía nos llevó a una cueva. Fuera nevaba. Nos acurrucamos mi madre y yo en un jergón viejo que había allí, el hombre nos cubrió con una manta: no dormimos en toda la noche. Él, a nuestro lado, roncaba. A la madrugada siguiente, antes de romper el alba, iniciamos de nuevo la andadura. Volvió a nevar aquella mañana. De vez en vez, el hombre nos advertía que no hiciéramos ruido, que no hablásemos: “Si nos cogen iremos los tres a la cárcel”.
“Por fin llegamos a una vieja casa de campo, los dueños eran unos labriegos franceses y con ellos encontramos al resto de la familia. Abrazamos a mi padre y a mi hermana, con ellos hicimos una piña, y lloramos los cuatro, sí, sí, también lloró mi padre.

“A los quince días estábamos ya en una gran ciudad, en Marsella. Allí, unos amigos de mi padre, -“rojos” como él, según supe después-, nos colocaron en una portería. Mis padres trabajaban los dos: atendían a los vecinos, a las visitas, barrían y fregaban la escalera; se ganaban de veras el escaso sueldo que les daban. A mí me emplearon en una jardinería: aprendí a hacer ramos, coronas, hice recados y, por supuesto, limpiaba el local y barría la calle. A mi hermana le buscaron una escuela pública; fue la que más suerte tuvo: pudo estudiar, cursó la carrera de periodismo y, hoy, vive jubilada con una buena pensión.
“Permanecí cinco años trabajando las flores; al final les tomé cariño, llegó a gustarme aquel oficio. Por otro lado, mis jefes me trataban bien. Yo cumplía con mis obligaciones y ellos me pagaban puntualmente.
                   
“María, perdona de nuevo por este prolongado silencio, pero es que no sé si entenderás lo que ahora te quiero explicar; no te escandalices, ni nada me reproches; además,  estoy convencida que si yo no hubiese marchado de aquí, tú y yo hubiéramos procedido de igual manera que lo hicimos nosotras: Eva y yo. Lo leí muchas veces en tus ojos y tus poemas lo decían: estabas enamorada de mí, como yo de ti. Por tanto, escúchame:  
“A los veinte años conocí a una joven francesa cinco años mayor que yo; la conocí en un centro cultural donde se reunían exiliados españoles. Fue mi padre el que me invitó a asistir a una conferencia sobre “Españoles en el exilio”, la impartía Santiago Carrillo. Eva era su secretaria en aquella época.
“Durante toda la conferencia no le quité ojo de encima. De lo que dijo Carrillo, ni me enteré. Ella, que estaba situada en un extremo de la mesa del conferenciante, también se fijó en mí, yo me hallaba en la tercera fila, junto a mi padre. Cuando concluyó el coloquio vino a buscarme sin ningún disimulo. Se interesó por mí, por mi trabajo, por mi familia, por mis proyectos de futuro. De inmediato se ofreció para buscarme un trabajo mejor remunerado en París; ella vivía en esa gran ciudad y trabajaba para Carrillo. Ocupaba una buhardilla que podía compartir conmigo. Antes de los quince días tomé el tren para la capital de Francia. Cuando llegué a la “Gar du Nord” , allí estaba ella. Nos abrazamos, nos besamos, como nunca había besado a ninguna otra mujer.
“Con Eva he vivido los veinte mejores años de mi vida. Sólo tuve una pena muy grande durante tan largo tiempo: nunca me atreví a presentársela a mis padres como mi compañera sentimental, como mi amante, como mi amada. Pero nosotras éramos felices.

“No te enfades, María. Tal vez he supuesto algo que no debería; tal vez por tu parte sólo fue un error de juventud. Mas yo te quería tanto, estaba tan enamorada de ti, que siempre pensé que nuestro amor era recíproco.

“Bueno, tengo que marchar. Volveré mañana y espero que entonces seas tú quién vuelque en mí “el zurrón de tus secretos”.

“María, no me gusta esta foto que han puesto en tu lápida, estás muy seria, muy  desmejorada ¡Con lo guapa y risueña que tú eras! Le diré a tu hija que la cambie.

   

SEUDÓNIMO: UN BESO AL AMANECER