viernes, 7 de junio de 2013

NIÑOS SIN FRONTERAS

                                                     


            Vasile jugaba a las canicas con su hermana Nadia, se hallaban junto a un banco que había en un pequeño jardín. Sentado en el banco, Gilbert observaba, sin hacer ningún comentario, las evoluciones del juego de aquellos dos niños que hablaban en una lengua extraña. En un lance del juego una bola fue a rebotar en un zapato de Gilbert.
            -Perdonad, lo siento –dijo Gilbert.
            -No, no te disculpes, la culpa ha sido nuestra por dirigir la bola hacia aquí –respondió el niño en francés con acento extranjero.
            -¿Quieres jugar con mi hermano? –le invitó Nadia; luego agregó-. Yo ya estoy cansada.
            -Sí, sí, pero también podríamos jugar los tres –respondió el niño francés.
            -No, no, de verdad, yo prefiero jugar con mis muñecas –y extrajo unas figurillas de trapo, de la pequeña mochila cargada en la espalda.
            -Hablas muy bien el francés –le alabó Gilbert.
            -Sí, lo habla mejor que yo, y mucho mejor que mis padres.
            -¿Por qué?
            -Porque cuando vinimos a Francia ella era recién nacida y todavía no hablaba. Aquí ha aprendido al mismo tiempo el francés y nuestro idioma.
            -¿Cuál es vuestro idioma? ¿De dónde sois?
            -Somos de Italia. Hablamos italiano.
            -No, no es verdad –intervino Nadia-. Somos rumanos.
            -¿Por qué me has mentido? –le recriminó Gilbert.
            -Porque cuando digo que soy rumano, ningún niño quiere jugar conmigo. Y si encima averiguan que soy gitano, entonces me insultan y, en alguna ocasión, han llegado a pegarme –aclaró Vasile, arrepentido por haber engañado a Gilbert.
            -¿Dónde vives?
            -Aquí cerca, en un campamento.
            -Ya, ya entiendo. Vosotros sois esos gitanos rumanos que nuestro presidente quiere expulsar de este país.
            -Ya no quieres jugar conmigo ¿verdad?
            -Sí, sí, claro que quiero jugar con vosotros –dijo rotundamente el niño francés mirando a los ojos, primero a Vasile y después a Nadia. Luego añadió-. Mi padre dice que es una determinación totalitaria e injusta. Yo también pienso lo mismo, porque lo dice mi papá y mi papá es bueno y justo. Lo que él dice, par mí es sagrado.
            -Me alegro, me alegro mucho que, al menos, tú y tu familia estéis de nuestra parte.
            -Bueno, dejaros de charlas de mayores y comenzar a jugar ya.
            -Sí, sí. Tienes razón pequeña –dijo Gilbert.
            -Elige las bolas que más te agraden –Vasile abrió las manos y mostró, sobre sus palmas, diez o doce canicas de vivos colores.
            Gilbert tomó cuatro esferitas verdes, Vasile se quedó con otras tantas de color rojo y el resto lo guardó en el bolsillo derecho de su pantalón corto.
            -Vamos que ya es hora de comer –dijo Nadia, después de transcurrida una hora.
            -Sí vamos –respondió su hermano-. Adiós Gilbert.
            -¿Quieres que mañana nos juntemos de nuevo para jugar?
            -Por mi parte estaría encantado –respondió Vasile.
            -Mañana jugaré yo con vosotros, si os parece bien.
            -Me parece estupendo –respondió el niño francés, luego agregó- ¿A la misma hora?
            -Sí, a la misma hora –contestaron al unísono los hermanos.
            Se estrecharon las manos y partieron los tres niños: los rumanos tomaron un camino de tierra que se adentraba por un bosque de grandes árboles; Gilbert tomó su bicicleta que estaba tirada en tierra, junto al banco, y desapareció como una centella sobre el asfalto de una amplia avenida peatonal.

            Al día siguiente, a las once de la mañana, Gilbert esperaba impaciente en el parque la llegada de sus nuevos amigos. Para que la espera no se le hiciese tan larga, practicó un juego solitario con tres canicas amarillas y tres azules. Después de media hora jugando solo, Gilbert muy disgustado recogió sus canicas, las guardó en una bolsa de lona y metió la bolsita en su mochila. Se sentó en el banco y comenzó a pensar:
            “Ya me han fallado los gitanos. De esta gente no se puede uno fiar –rápidamente se arrepintió por haber juzgado de aquella manera a sus amigos- ¡Qué ruin que eres! –se recriminó-. Ya estás pensando como los intolerantes, como los xenófobos ¡Qué diría papá si supiese que he pensado de esta manera! ¡Qué dirían ellos! ¡Os pido perdón, amigos!
            “Cuando no han venido seguramente es porque no han podido. Tal vez debería ir yo en su búsqueda. Sí, tengo que ir y averiguar por qué no han podido acudir a nuestra cita. Además tengo que explicarles todo aquello que, anoche, me enseñó papá sobre la nueva Europa; de esta Europa de la que ellos también forman parte. Y, por tanto les diré que, como europeos que son,  pueden residir en cualquier nación de este continente, sin que nadie pueda obligarlos a marchar de donde habitan.
            Gilbert tomó su bicicleta y se adentró por aquel camino de tierra, por donde había visto perderse el día anterior a Vasile y Nadia. Pronto llegó a un poblado cercado con una alambrada. Se detuvo junto a la valla y contempló una serie de caravanas y chavolas llenas de gente; gente con una actividad vertiginosa. Vio cómo un hombre pasaba junto a él arrastrando una carretilla con algunos bultos sobre ella.
            -¡Eh, señor! ¡Por favor escuche!
            El hombre pasó sin hacer el menor caso, como si el muchacho no existiera. Al instante apareció por allí una joven, con dos rapazuelos cogidos de su falda, en la cabeza portaba un fardo y en las manos sendos cántaros de cobre. Al verla Gilbetr agitó sus manos y gritó:
            -¡Señora, señora, por favor escúcheme!
            Lo niños tiraron del vestido de la madre y señalaron a Gilbert. La gitana se acercó hasta la cerca:
            -¿Qué quieres chaval?
            -Conoce usted a unos hermanos que se llaman Vasile y Nadia?
            -¿Qué son, niños como tú?
            -Sí, sí. Creo que Vasile tiene nueve o diez años y su hermana seis. Y viven en este campamento con sus padres.
            -¿Para qué los buscas?
            -Son amigos míos y quería regalarles una bolsa de canicas que llevo en mi mochila.
            -Sí, los conozco. Son los hijos de mi prima Corina; viven al otro lado del recinto, pero no sé si podrás hablar con ellos, hoy estamos todos muy atareados.
            Gilbert montó en su bicicleta y se lanzó por aquel sendero hacia donde aquella gitana le había indicado. Descabalgó de su bici y metió las narices entre los alambres de la cerca mientras oteaba aquella zona del campo. Allá, al fondo, vio unos cuantos niños en torno a una caravana. Gilbert comenzó a agitar los brazos y a gritar:
            -¡Eh, Vasile, Vasile, Vasile! ¡Eh, Nadia, Nadia!
            De pronto vio a una niña correr hacia él, a medida que se acercaba aparecía más clara la figura de su amiga. Antes de que la niña llegara a la cerca, el muchacho le gritó:
            -¿Por qué no habéis venido a jugar esta mañana?
            -No hemos podido –respondió con voz entrecortada la gitanilla, por el esfuerzo de la carrera; luego añadió-. Vasile está ayudando a mis padres a empaquetar nuestras cosas, porque mañana vendrán los policías para echarnos de aquí –Nadia rompió a llorar.
            -Dice mi padre que no os pueden expulsar de Francia; anoche me lo explicó. Hay un mandato de la Comunidad Europea que no lo permite ¡No, no lo harán!
            -No lo sé, no lo sé; yo sólo sé que ayer vinieron unos señores, acompañados de policías. Venían en nombre del presidente de Francia. Leyeron a mis padres y a todos los gitanos de este campamento unas órdenes que traían escritas en unos papeles. Estos mandatos decían que maña a las doce vendrán unos vehículos a por todos nosotros, para expulsarnos del país –Nadia hizo una breve pausa, había hablado de un tirón; luego, añadió-. Mi madre y otras mujeres arrancaron a llorar y mi padre y muchos hombres a maldecir y a blasfemar.
            -¡Llama a tu hermano y a tu padre! –exclamó-. Quiero hablar con ellos.
            La niña marchó corriendo. A los diez minutos apareció de nuevo acompañada de su hermano, éste venía con semblante serio, traía cara de pocos amigos:
            -¿Qué quieres? –preguntó a Gilbert con gesto huraño.
            -Quiero ayudarte –y acto seguido explicó todo cuanto su padre le había enseñado la tarde anterior, sobre la movilidad de todos los ciudadanos comunitarios.
            -Está bien todo cuanto dices, pero todo eso mañana de nada servirá –calló un momento, luego añadió con amargura-. En el fondo creo que no sólo es el presidente, sois todos los franceses incluso tú y tu familia los que estáis deseando que nos echen de aquí… -Vasile tomó de la mano a su hermana, dio la espalda al francés y emprendió camino hacia el interior de la acampada.
            -¡No, no. Eso no es cierto! –gritó Gilbert- ¡Sois mis amigos! ¡Yo quiero ayudaros y os ayudaré! ¡Ya lo verás!
            Los gitanos se alejarson a paso apresurado sin volver ni una sola vez el rostro hacia su amigo. Gilbert lloró de rabia e indignación.
            La mañana había amanecido gris. El reloj de un campanario, próximo al recinto gitano,  dio once campanadas. La hora fatídica estaba ya próxima. En el campamento los gitanos habían formado grupos en torno a  sus rimeros de bultos y viejas maletas. Charlaban, intentaban explicar algún chiste que nadie reía, maldecían su estampa y juramentaban prometiendo intentar de nuevo el regreso a Francia, a España o a alguna otra nación donde pudieran vivir, donde no pasaran hambre como pasaban en su tierra, en Rumanía. No muy lejos de estas cuadrillas, las mujeres preparaban café, en grandes ollas, en fogatas improvisadas. Luego corrían a los corrillos, con vasos de todo tipo portados en sus grandes faldones, y en sus manos acarreaban grandes perolas de las que salpicaba el café; generosas y sacrificadas, ellas invitaban a beber a sus hombres y a sus niños; éstos, los pequeños, permanecían pasmados en torno a sus padres. Unos más que otros eran conscientes del mal que les acechaba, pero todos andaban asustados y con miedo en el alma.  
            Antes de que el reloj diese las campanadas de la media hora aparecieron varios coches blindados; de ellos descendieron algunas patrullas de gendarmes armados hasta los dientes. Acto seguido llegó una caravana de autobuses que se detuvo frente a la acampada gitana. Un capitán, escoltado por dos policías de rango inferior, se aproximó hasta la gran puerta de la cerca y altavoz en mano comenzó a hablar:
            -Buenos días señores.
            En ese instante los rumanos estallaron en un sinfín de silbidos, gritos e insultos. Uno de los gendarmes que acompañaba al máximo jefe policial disparó dos tiros al aire. Un silencio tenso tomó posesión de todo el entorno.
            -Cálmense señores y sigan las instrucciones que seguidamente les voy a…
            De pronto un murmullo, un revuelo, una agitación se produjo en la explanada. El jefe de la policía quedó desconcertado y enmudeció. Entre él y los gitanos apareció una nutrida  manifestación infantil que se movía lenta pero con firmeza. Los muchachos se plantaron allí, delante de los gendarmes con varias pancartas; en la más grande sostenida por quince o veinte niños franceses se leía: ESTOS GITANOS SON CIUDADANOS EUROPEOS. Otra más chica decía: EUROPA PROHIBE SU EXPULSIÓ. Y en la tercera estaba escrito: NO QUEREMOS QUE MARCHEN.
            Antes de que los gendarmes pudieran reaccionar, surgió de aquella concentración infantil un niño y acercándose hasta la máxima autoridad allí presente, le entregó un sobre grande y le dijo:
            -Ahí tiene usted un millar de firmas.
            Entonces Gilbert se giró para reincorporarse a su puesto, alzó la vista y contempló, pegados a la alambrada, a sus dos amigos agitando sus manos en señal de agradecimiento y amistad. 

                                                                       FRUCTUOSO GARCIA
                                                                     
    
                


              



domingo, 19 de mayo de 2013

CAMINO DE LA PATRIA


         


Cunado se pueda andar por las aldeas
y los pueblos, sin ángel de la guarda.
Cuando sean más claros los caminos
y brillen más las vidas que las armas.
Cuando los tejedores de sudarios
oigan llorar a Dios entre sus almas.
Cuando en el trigo nazcan amapolas
y nadie diga que la tierra sangra.
Cuando las sombras que hacen las banderas
sea una sombra honesta y no una charca.
Cuando la libertad entre a las casas
con el pan diario, con su hermosa carta.
Cuando la espada que vela la justicia
aunque desnuda se conserve casta.
Cuando reyes y súbditos junto al fuego
j….  sean de amor y de esperanza.
Cuando el vino excesivo se derrame
y entre las copas vacías se reparta.
Cuando el pueblo se encuentra y con sus manos
teja él mismo sus sueños y su manta.
Cuando de  noche grupos de fusiles
no despierten al hijo con su habla.
Cuando al mirar la madre no se sienta
dolor en la mirada y en el alma.
Cuando en lugar de sangre por el campo
corran caballos y flores sobre el agua.
Cuando la paz recobre su paloma
y acudan los vecinos a mirarla.
Cuando el amor sacuda las cadenas
y le nazcan dos alas en la espalda.
Sólo en aquella hora podrá el
hombre decir que tiene patria.

          Autor: Carlos Castro Saavedra

EL SUEÑO DE UN SOÑADOR


                                 


Miguel se movía de un lado al otro del andén; de pronto se sentó en un banco, sacó de su mochila una caja de lápices de maquillaje y empezó a pintarse la cara, de tanto en tanto se miraba en un diminuto espejo. En aquel momento se oyó el silbido próximo de un tren que se acercaba a la estación. Comenzó a recoger los lápices esparcidos por encima del banco; la intención era no dejar escapar aquel “carrilet” que ya asomaba por la curva próxima a la estación. Por un momento se miró de nuevo en el espejo y pensó: “No, aún no estoy presentable. Además, estos Ferrocarriles tienen hoy en día una frecuencia casi como la del metro, pronto vendrá otro”.
Todos los pasajeros que esperaban a su lado subieron al convoy; algunos, ya dentro, siguieron mirando por las ventanillas la extraña conducta de aquel hombre que quedaba, en el andén, enfrascado en su aderezo facial. El tren partió y Miguel siguió pintando su rostro con naturalidad. Se miró de nuevo en el cristal y dio por concluida su tarea. “Ha quedado perfecto: cuatro partes iguales, dos blancas y dos negras en diagonal” pensó. Entonces sí, recogió todos sus apechusques y los guardó en la mochila. Al mismo tiempo, extrajo de ella una blusa blanca de seda estampada con rombos negros. La sostuvo en la mano y tan pronto llegó otro tren y abrió sus puertas se la metió por la cabeza y quedó completamente disfrazado de arlequín.
El bufón quedó de momento allí en un rincón junto a la puerta. Tan pronto el “carrilet” se puso en marcha, el payaso con un salto espectacular se plantó en el centro de la plataforma. Algunos viajeros se retiraron, asustados y sorprendidos, a los bordes de aquel escenario improvisado. Todos, absolutamente todos los pasajeros del vagón, estaban pendientes del artista. La mayoría de ellos permanecían callados y atentos, un poco impacientes por el comienzo de la representación; otros, los menos, miraban despectivamente a aquella figura extraña, a aquel payaso.
El arlequín alzó despacio la mano derecha, giró lentamente sobre sí mismo mientras iba observando a su público curioso: había hombres y mujeres, niños y abuelos; en la mayoría de los rostros se dibujaban sonrisas. Sólo un par de miradas reprobadoras. Pero en todas se observaba una expectación impaciente, le pedían en silencio, sólo con la mirada, que comenzase ya la representación.
-“He aquí el tinglado de la antigua farsa -comenzó la declamación con una voz fuerte, grave e impostada-, la que alivió en posadas aldeanas el cansancio de los trajinantes, la que embobó en las plazas de humildes lugares a los simples villanos, la que juntó en ciudades populosas a los más variados concursos, como en París sobre el Puente Nuevo, cuando Tabarín desde su tablado de feria solicitaba la atención de todo transeúnte, desde el respetado doctor que detiene un momento su docta cabalgadura para desarrugar por un instante la frente, siempre cargada de graves pensamientos, al escuchar algún donaire de la alegre farsa, hasta el pícaro hampón, que allí divierte sus ocios horas y horas, engañando al hambre con las risas; -movía las manos, gesticulaba con todo el cuerpo acompañando el gesto adecuado a la palabra declamada; su mirada iba de uno a otro espectador. Se iluminaba su rostro o entristecía el gesto según conviniese. Los viajeros sonreían, correspondiendo así a su mirada. A la mayoría de ellos se los había ganado como cómplices-… y el prelado y la dama de calidad, y el gran señor desde su carroza, como la moza alegre y el soldado, y el mercader y el estudiante”.
Llegó la primera parada desde que se inició aquella farsa: el tren se detuvo, el arlequín calló y quedó mudo, con la mirada perdida, como si todo él se hubiera ausentado. Hubo viajeros que subieron, otros descendieron del tren, éstos últimos pretendían seguir, desde el andén con los ojos, la reanudación de la representación teatral. Los viajeros nuevos se colocaron: unos buscaron un rincón en la plataforma, y su vista quedó prendada de aquel mimo silencioso y llamativo situado en el centro del estrado; otros, los menos,  pasaron a su lado casi ignorándolo y buscaron un asiento para leer un periódico, un libro, o simplemente para leer sus propios pensamientos. Mas tan pronto arrancó el convoy, el mimo dejó de serlo para convertirse de nuevo en actor: su mirada volvió, su cuerpo adquirió movimiento y su boca tomó la palabra: 
“Gente de toda condición, que en ningún otro lugar se hubiera reunido, comunicábase allí su regocijo, que muchas veces, más que de la farsa, reía el grave de ver reír al risueño, y el sabio al bobo, y los pobres de ver reír a los grandes señores, ceñudos de ordinario, y los grandes de ver reír a los pobretes, tranquilizada su conciencia con pensar: ¡también los pobres ríen! Que nada prende tan pronto de unas almas en otras como esta simpatía de la risa…       
Hizo una pausa, como si de pronto hubiera olvidado el texto de Jacinto Benavente, como si “Los intereses creados” hubieran desaparecido por completo de su mente. Mas su pausa no fue debida al olvido o la falta de memoria, no. Su gesto de comediante cambió, devino en una mueca extraña. Ante él, apenas a cuatro metros de distancia, parado, contemplándole en silencio se hallaba un inspector de los Ferrocarriles Catalanes. El funcionario volvió a tomar movimiento y continuó solicitando afablemente el billete a los pasajeros. El arlequín trocó su rigidez por naturalidad e introdujo la mano en el bolsillo de su pantalón, extrajo su ticket y con un gesto ampuloso, acompañado de una reverencia, adelantándose un paso, entregó el boleto al revisor; éste lo tomó, lo taladró con sus tenacillas, y lo devolvió al artista correspondiendo su donaire con una ligera inclinación de cabeza. El funcionario continuó realizando su tarea y Miguel volvió a ser de nuevo el artista soñador, el actor tantas veces deseado en sueños nocturnos y en sueños diurnos:
“Alguna vez, también subió la farsa a palacios de príncipes, altísimos señores, por humorada de sus dueños, y no fue allí menos libre y despreocupada. Fue de todos y para todos –el arlequín giró levemente su cabeza hacia el fondo del vagón por donde aún trabajaba el inspector, éste levantó su mano y la agitó en el acto a modo de despedida, el bufón le lanzó un beso con la mano izquierda correspondiendo así a la cortesía del funcionario; inmediatamente después desapareció por la puerta que comunicaba con el siguiente convoy-. Del pueblo recogió burlas y malicias y dichos sentenciosos, de esa filosofía del pueblo, que siempre sufre, dulcificada por aquella resignación de los humildes de entonces, que no lo esperaban todo de este mundo, y por eso sabían reírse del mundo sin odio y sin amargura.
Una joven que había permanecido embobada frente a él, tomó un pequeño sombrero que coronaba su linda testa y, después de depositar en él una moneda, pasó por delante de todos aquellos espectadores pidiendo una gratificación para el artista, mientras éste seguía representando la mejor pieza teatral de don Jacinto Benavente:
“Ilustró después su plebeyo origen con noble ejecutoria: Lope de Rueda, Shakespeare, Molière, como enamorados príncipes de cuento de hadas, elevaron a Cenicienta al más alto trono de la Poesía y el Arte. No presume de tan gloriosa estirpe esta farsa, que, por curiosidad de su espíritu inquieto os presenta un poeta de ahora.
Una nueva parada: el actor vuelve a convertirse en mimo, los viajeros de nuevo suben, de nuevo bajan, algunos se resisten a marchar; hay quien se alza del asiento, mira el reloj y se vuelve a sentar. Un joven, recién venido, con el cabello rapado e indumentaria nazi, se detiene ante el arlequín y con gesto osco, a dos dedos de su rostro, le insulta: ¡mamarracho! ¡escoria! ¡maricón! El artista le sonríe y, al mismo tiempo, le rechaza con gesto suave pero enérgico; el bruto alza sus brazos en un gesto bravucón y amenazante; en aquel momento, dos hombres y una mujer se lanzan contra él y le obligan a alejarse del actor. El muchacho pendenciero emprende la retirada y marcha hasta el fondo del vagón, allí toma siento en uno de los últimos lugares, saca su móvil e inicia una conversación acompañada de gestos bruscos y autoritarios. La muchacha, que se había retirado a un rincón durante el provocador incidente, armada de valor, reclama  nuevamente, sombrero en mano, una dádiva para el artista. Él mimo vuelve a tomar vida como si nada hubiera pasado:
“Es una farsa guiñolesca , de asunto disparatado, sin realidad alguna. Pronto veréis cómo cuanto en ella sucede no pudo suceder nunca, que sus personajes no son ni semejan hombres y mujeres, sino muñecos o fantoches de cartón y trapo, con groseros hilos, visibles a poca luz y al más corto de vista. Son las mismas máscaras de aquella Comedia del Arte italiano, no tan regocijadas como solían, porque han meditado mucho en tanto tiempo –Miguel se desprendió por un instante del artista y se le escapó una fugaz mirada, hacia el fondo del vagón: vio unos ojos plenos de odio y de rencor, y unos dedos que llevados a la sien le decían que estaba loco. Loco, aquella palabra le estremecía. Durante toda la mañana no había pensado en ella, pero ahora le golpeaba el alma y le oprimía el corazón. Por un momento se le escaparon dos lágrimas que sólo algunos pocos espectadores lograron ver. Su mente dio un salto y volvió a escena-. Bien conoce el autor que tan primitivo espectáculo no es el más digno de un culto auditorio de estos tiempos; así pues, de vuestra cultura tanto como de vuestra bondad se ampara. El  autor sólo pide que aniñéis cuanto sea posible vuestro espíritu. El mundo está ya viejo y chochea; el Arte no se resigna a envejecer, y por parecer niño finge balbuceos… Y he aquí como estos viejos polichinelas pretenden hoy divertiros con sus niñerías.
Cuando el actor calló, se acercó la joven con su sombrero para ofrecerle el resultado de su acto petitorio. “¿Cómo te llamas?” Preguntó Miguel. “María”, respondió la joven. “Gracias María”. El payaso tomó en aquel momento a la muchacha por la mano, la condujo lentamente, ante la expectación del heterogéneo público, y la llevó hasta un asiento de la segunda fila donde había una mujer emigrante con dos niños pequeños agarrados a su falda y un bebé  en el regazo, indicó con un gesto amable y bondadoso que entregase la colecta a aquella mujer. María así lo hizo. Inmediatamente, Miguel con sus palmas arrancó un fuerte aplauso de la concurrencia dedicado a aquella generosa muchacha.
Aquel acto de generosidad coincidió con una nueva parada. Se abrieron las puertas; con gran sorpresa para muchos, irrumpieron en el vagón dos mozos de escuadra. El actor había quedado inmóvil, al igual que en paradas anteriores. Al ver entrar a los policías hizo un intento de coger su pequeña mochila que se hallaba en el suelo junto a la barra central, mas no le dio tiempo. Un representante de la ley lo tomó por el brazo: “Hoy Crispín –le dijo-; hace dos semanas de Hamlet ¿A quién interpretarás el próximo día que te escapes? ¿Dónde darás tu representación? Convéncete, no eres actor, eres un enfermo y debes volver al hospital para curarte.
Se cerraron las puertas y el tren arrancó. “¡Tira de la palanca de emergencia!”, gritó el mozo que sujetaba a Miguel por el brazo. “No, No –respondió su compañero-, esperaremos hasta la siguiente parada, hasta el próximo pueblo, allí pediremos el coche a los municipales y lo trasladaremos al psiquiátrico.
Miguel con un golpe seco se zafó del agente y dijo:
-Adelantaré aquí, señores, el final de esta obra, porque también a mí me llega el final –acto seguido se puso a declamar ante la doble expectación de aquellos compañeros de viaje que se habían convertido en su público-: “…Y en ella visteis, como en las farsas de la vida, que a estos muñecos, como a los humanos, muévenlos  cordelillos groseros, que son los intereses, las pasioncillas, los engaños y todas las miserias de su condición –el policía quiso agarrarlo por el brazo de nuevo, mas él volvió a zafarse y éste a un gesto de su compañero, lo dejó tranquilo; en aquel momento el actor se encaró con él y, con una sonrisa irónica y gesto burlón, continuó-: tiran unos de sus pies y los llevan a tristes andanzas; tiran otros de sus manos, que trabajan con pena, luchan con rabia, hurtan con astucia, matan con violencia. Pero entre todos ellos, desciende a veces del cielo al corazón un hilo sutil, como tejido con la luz del sol y con luz de luna: el hilo del amor, que a los humanos, como a esos muñecos que semejan humanos, les hace parecer divinos, y trae a nuestra frente resplandores de aurora, y pone alas en nuestro corazón y nos dice que no todo es farsa en la farsa, que hay algo divino en nuestra vida que es verdad y es eterno, y no puede acabar cuando la farsa acaba.
El artista hizo una gran reverencia hacia su público y éste le correspondió con un estruendoso aplauso. En ese instante el “carrilet” entraba en la estación de Martorell. Los policías ya hartos de aquella pantomima, lo agarraron por los brazos y lo empujaron hacia la puerta. El actor se volvió por última vez hacia sus compañeros de viaje:   
-Yo no puedo acabar cuando la farsa acaba. Sin duda, mis sueños no pueden acabar, cuando la farsa acaba; menos aún ahora, y a pesar de que estos servidores de la ley me arrastran y me roban libertad. Me encerrarán en Sant Boi, una y otra vez, y otra, pero mis sueños, los sueños de este soñador no acaban ahora, ni ahora ni nunca, ni cuando esté tras las rejas de esa casa de salud que antes llamaban manicomio y ahora la llaman clínica mental. No, no podrán acabar jamás con los sueños de este soñador.
Los dos mozos de escuadra lo alzaron en volandas cogido por los brazos y bajaron con él del tren. Miguel vuelto el rostro hacia dentro del vagón recibió un último aplauso de su público; en ese instante, rodaron por sus mejillas sendas lágrimas silenciosas.         
            














no apagues tu mirada



                                                                        
Espera, mi amor, no apagues tu mirada.
Deseo yo en los ojos leer tus pensamientos.
Tu voz está callada y el alma casi muerta.
Espera, mi amor, no apagues tu mirada.

Aguanta, calla, pero no me dejes.         
Mi herida, tu herida, está aún abierta
Y el corazón me sangra.
Espera, mi amor, no apagues tu mirada.

Si mueres tú esta noche,
yo seguiré tu senda al alba
y moriré mañana.

Amor, amor, amor, no vayas.
Mis labios en tu boca insuflan alma.
Espera, mi amor, no apagues tu mirada...


                                               FRUCTUOSO






miércoles, 15 de mayo de 2013

LA VIRGEN NEGRA


                                 


Un sol de primavera entraba en la habitación iluminándola toda. El sol lucía tibio. Era mayo, una mañana de domingo, de domingo de primavera. Mi madre nos despertó temprano, mi padre aún no se había ido a trabajar –era festivo, pero mi padre trabajaba casi todos los domingos: tenía que procurar sustento para siete bocas, más la suya-. Después de lavarnos la cara, acudimos todos en torno a la mesa: el desayuno estaba preparado; mi madre con la ayuda de mi hermana mayor lo tenían todo a punto.
-Hasta la noche –dijo mi padre; agitó su mano en el aire a modo de despedida y  agregó-. Pasadlo bien.
Pronto estuvimos todos en la calle, cinco íbamos delante y, cerrando el grupo, unos pasos detrás de nosotros, como una gallina clueca con sus polluelos, venía mi madre con mi hermana Victoria, la mayor de todos. Caminamos un buen rato hasta alcanzar la parada del autobús. El vehículo se demoraba –estábamos en domingo y su frecuencia era más prolongada que los días laborables-, nosotros nos impacientábamos.
-Por eso os dije anoche que teníamos que madrugar –nos decía mi madre.
Vino el autobús casi vacío: festivo y temprano, era lógico que así fuese. Nos sentamos todos en torno a mi madre, los dos más pequeños se durmieron; mas pronto hubieron de despertar. Habíamos llegado a Fabra i Puig, allí estaba la primera parada de metro para llegar hasta la plaza de España. El metro no se hizo esperar tanto como el autobús. Mis hermanos volvieron a dormir. Yo le pregunté a mi madre:
-¿Falta mucho para llegar a los Ferrocarriles?
-No, no. Cuenta tú mismo las paradas que faltan, están indicadas ahí mismo, ahí sobre las puertas; ahora hemos pasado la parada de plaza Urquinaona y bajaremos en plaza España.
-¿Y allí ya estaremos en Montserrat?
-No hijo, no. Allí tomaremos un tren de los Ferrocarriles Catalanes. “Carrilet”, me han dicho que lo llaman.
-¿Y por qué tenemos que ir a Montserrat y no nos quedamos viendo el Zoo de Barcelona, madre?
-Anda, cuenta las estaciones y deja a madre en paz. No preguntes tanto, pesado –me riñó mi hermana Victoria.
-Déjalo, deja que pregunte. Escuchad todos: vuestro hermano Luís me ha preguntado el motivo de ir hoy a Montserrat. Os lo voy a decir: Cuando salimos de nuestro pueblo, hace ahora tres meses, prometí a la virgen de Montserrat que si todo iba bien, si a la llegada a Barcelona los policías no nos retornaban a nuestro pueblo, como hicieron antes con dos familias de allí y otras muchas de otros lugares de España; le prometí, repito, que lo antes que pudiéramos subiríamos todos a la “Montaña Sagrada” para ofrendarle una vela ante su altar.
-Pero padre no viene –objetó mi hermana mayor.
-No ha podido, pero ya vendrá otro día.
Habíamos llegado, por fin, al “Carrilet”. Al principio se me hizo pesado, pues aunque a mi madre le habían dicho que era un recorrido muy bonito, yo no encontraba diferencias con el metro; bueno, sí, los vagones eran algo más cómodos. Pero lo más importante para mí, seguía igual: íbamos bajo tierra, con luz artificial y por la ventanilla sólo veía pasar paredes. Lo mismo, lo mismito que el metro.
Comenzaba ya a dormirme, como mis hermanos pequeños, cuando de repente entró un fogonazo de luz y unos rayos de sol por las ventanillas, que me hicieron pegar un brinco y correr junto una ventana; allí pegué mi rostro. Ante mí desfilaban parcelas y parcelas de verdes huertas; también campos con árboles floridos como escarchados de nieve.
-Mira madre, mira qué bonito está el campo –le dije.
-Son cerezos en flor, hijo. También en nuestro pueblo había algunos, pero pocos, muy pocos. Mirad hijos, mirad cuántos cerezos en flor –dijo, reclamando la atención de mis hermanos. Los pequeños seguían durmiendo.
Luego apareció ante nosotros una bella iglesia con su campanario y en torno a ella casas y más casas; pronto estuvimos también pasando por un puente sobre un río de aguas turbias.
-¿Qué río es éste? ¿Y este pueblo cómo se llama? –pregunté a mi madre.
-No sé hijo, no sé. Ahora, cuando lleguemos a la estación, allí pondrá el nombre del pueblo.
-San Baudilio –dijo un pasajero que ocupaba un asiento a nuestra derecha, al otro lado del pasillo-. Y el río, es el río Llobregat. Ahora viene muy caudaloso por las lluvias de los últimos días.
Ganas me dieron de reír al oír lo de caudaloso. Enseguida pensé: “¡Qué diría este hombre si viera el Júcar al paso por mi pueblo! Y más ahora con el pantano que inauguró Franco el año pasado”. Sí, sentí ganas de reír, pero me contuve.
Efectivamente, en la pared de la estación había un cartel en el cual se podía leer: San Baudilio.
Bajaron dos o tres personas y subieron otras tantas, los andenes estaban casi vacíos. Claro, eran poco más de las diez de la mañana de un domingo y sólo a mi madre, y a cuatro como ella, se les ocurría madrugar.
Al instante pasamos junto a un edificio precioso, parecía una iglesia pero como más delicado. Tenía torres en punta, acabadas en puntillas de piedra y dos o tres  campanas en lo alto.
-Señor ¿Qué es ese edificio tan bonito? –preguntó mi madre al pasajero vecino.
-Es un manicomio, señora ¿Nunca ha oído hablar de los locos de San Baudilio?
-No, no señor. Sólo hace tres meses que vinimos a Barcelona.
-¿Madre, qué es un manicomio?
-Ya está el preguntón –me riñó mi hermana-. Todo lo quieres saber.
-Hijo, es un hospital donde encierran a personas locas; esas personas que a veces hacen disparates sin saber el porqué. Ahí los encierran y tratan de curarlos.
No entendí muy bien lo que quería decir mi madre y volví nuevamente a aplastar mis narices contra el cristal. Seguían los huertos, los árboles, los pueblos desfilando ante mi mirada: todo parecía igual, pero era diferente. Había matices, había distintas  formas, había tonalidades… Todo bello, muy bello. Y todo quedaba grabado en mi interior, como si mis ojos fuesen sendos objetivos de una cámara fotográfica.
El río aparecía y desaparecía ante mis ojos. El carrilet paraba de tanto en tanto; subía y bajaba gente del vagón, mas yo seguía embobado ante el paisaje interminable. De pronto saltó ante mi vista un puente de piedra muy extraño, pero muy hermoso.
-¡Mirad, mirad! ¡Qué cosa tan bonita! –alerté a mi familia.
-Es el Pont del Diable –dijo nuestro compañero de viaje.
-¿Cómo dice? –preguntó mi madre.
-Perdone, perdone. Es su nombre real, es decir en catalán se llama así; en castellano sería: El Puente del Diablo”. Se cuenta una bonita leyenda en la que el puente es el protagonista; pero no se la puedo contar porque yo me bajo aquí, en Martorell. Adiós, ha sido un placer –y se encaminó hacia la plataforma de salida. 
-Gracias señor –dijo mi madre.
Iba ensimismado contemplando tanta belleza, cuando de repente mi hermana Victoria exclamó:
-¡Qué montaña tan bonita, madre! ¿Es Montserrat, madre?
-Sí, sí, claro que es Montserrat, aunque yo tampoco la había visto hasta ahora.
¡Oh. Qué maravilla! Desperté de golpe de mi encantamiento y mis ojos parpadeaban confusos, como si no se creyeran que aquel milagro de La Naturaleza fuese real. ¡Qué picos de roca pura! ¡Qué formas tan extrañas y al mismo tiempo tan majestuosas, tan divinas. Y aquel reguero de pinos y matorrales que se colaba entre los riscos, y descendía como una cascada de verde brillante.
-¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! –Exclamé en voz alta. Luego callé: no podía, ni quería decir nada más; ni siquiera pensar. Quedé con los ojos bien abiertos y admiré en silencio aquella maravilla.
Aún iba hipnotizado por la emoción cuando mi madre nos hizo bajar del tren.  Subimos luego en otra especie de ferrocarril, pero muy estrambótico. Eran como grandes cajas unidas unas a otras en forma de escalera que debía ascender por una inclinada pendiente. Dicen que subía tirado por unos cables de acero, yo no lo sé; lo que sí sé, es que el corazón brincaba en mi pecho como un potro asustado.

Me hallé, de pronto, casi sin esperarlo dentro del templo. Seguían sorprendiéndome las maravillas; pensé que aquello no era real. Por un momento creí que aquella mañana, un hada madrina había tomada de la mano a toda la familia y nos había transportado a un mundo de fantasía. En un instante comprobé que sí, que todo era real: mi madre me tomó la oreja y, tirando de ella, me dijo:
-No te encantes hijo, que tenemos que subir a besar a La Virgen.
En la mano ya llevaba un cirio encendido, poco antes de comenzar a ascender por las escalerillas, que conducían al camerino de Nuestra Señora, dejó la vela en un candelabro.
Seguía mi excitación: desde que entramos en la basílica oí música monástica; ahora que estaba ya a un paso de poder besar la mano de La Virgen, el canto gregoriano parecía envolverlo todo. Me tomó mi madre de la mano y dijo:
-Bésala tú el primero Luís.
Alcé lo ojos y exclamé:
-¡La Virgen es negra! ¡Madre, La Virgen es negra!

Han pasado muchos años, muchos; en aquel tiempo mis cabellos eran negros, muy negros e indomable.; ahora, los pocos que quedan son blancos y lacios. A lo largo de mi vida, he subido a la Montaña Santa tantas veces que no las podría contar; no las podría contar, porque muchas se han borrado en mi memoria. Mas nunca, nunca jamás, he perdido un solo detalle de aquel día, de aquella jornada, de aquella excursión prodigiosa, donde descubrí: LA VIRGEN NEGRA.  




EL ZURRÓN DE MIS SECRETOS


                             
       “¡Por fin te encuentro María! No puedes imaginar lo mucho que me ha costado dar contigo. Pero bueno, todo lo doy por bien empleado, porque al final aquí estoy, a tu lado. ¡Hay que ver, cuánto ha cambiado este pueblo! Nada más llegar he ido en busca de nuestra calle. La calle estaba en su sitio, pero ¡tan cambiada!, casi no la reconocía, hasta le han puesto otro nombre; luego he intentado encontrar mi vieja casa, después la tuya. Ni rastros de la una, ni de la otra. ¡Cuánto bloque de cemento! ¡Cuánto piso! He sentido ganas de llorar. Sólo han conservado aquel viejo y hermoso palacete que estaba al final de la calle; lo suyo costó  al vecindario –según me ha relatado una vecina- para que no lo echaran a tierra.  
                    “Como te decía, me ha costado mucho encontrarte. He preguntado por ti, a unos y a otros. Algunos me miraban de un modo extraño, como quien mira a un loco “¿De qué casas habla usted? ¿Por quién pregunta?” Como si les hablase de hace un siglo ¡Claro, de hace un siglo no, pero han pasado tantos años! Alguna sonrisa maliciosa también he visto a mis espaldas. Finalmente, un anciano, tan mayor como tú y como yo, que tomaba el sol sentado en un banco cercano a donde vivíamos, me ha dado razón de tu hija mayor ¡Qué guapa es! Se parece a ti cuando tú eras una adolescente ¡Y qué amable y simpática! Ella me ha puesto al corriente de muchas cosas de tu vida, también de la suya. Ella me ha indicado, por fin, tu paradero. 

 “Te he traído este ramos de rosas rojas ¿Te gustan? Sí, ya sé que te agradan, eran tus flores preferidas. Hasta recuerdo que me leíste algunos versos, en los cuales loabas su color, su tacto, su perfume… ¡Qué bellos eran tus poemas! Aún guardo uno que me dedicaste; lo sé casi de memoria: “El brillo de tus ojos me seduce/ en ellos/ bebo el agua de la vida/ cada día/ tu alegre mirada me estimula/ cada instante… Luego sigues hablando de amor y de amistad ¿Qué fue lo nuestro, María?  No, no me lo digas. 
“Tiro esas flores marchitas y coloco en ese búcaro las rosas ¿Te parece bien, verdad?

 “María ¿Recuerdas aquella fría noche de invierno, nuestra última noche, nuestros últimos juegos en el atrio de la iglesia? Te pedí que me dieras un beso, un beso de despedida; tú dijiste: “No, hoy no. Mañana cuando amanezca”. Al amanecer corrí a tu casa a buscarte, a buscar aquel beso. Ya estaban todos despiertos y trajinando, preparando los últimos detalles para el viaje. Entré en el comedor, allí estabas tú con un camisón y sobre él una bata de lana, hacía mucho frío. Nos fundimos en un abrazo, tú llorabas; tu madre nos separó enseguida. “¡Venga, venga, que no es para tanto!” Aquel beso de amanecer, no me lo diste nunca. ¿Recuerdas aquella despedida? Sí la recuerdas ¿verdad? Apenas si comenzaba a clarear el día, aún había alguna estrella en el cielo y yo tiritaba de frío, de frío y de rabia ante la puerta de tu casa. Mis padres habían decidido marcharse de este pueblo, mi pueblo, también el tuyo ¡Cuánta suerte has tenido! No tuviste que emigrar. A mi hermana y a mí sólo nos dijeron, tres días antes de partir, que marchábamos a una gran ciudad; no nos dijeron siquiera que íbamos a otro país. “Vamos a una ciudad para prosperar” nos decía mi padre ¡Qué ironía! ¡Qué risa me da! ¡A prosperar! Fuimos de porteros a un viejo edificio ¡Qué salto en nuestra escala social! ¿Verdad? Claro que luego, pasados algunos años, supe la verdadera razón de nuestra huida, porque fue una huida. A partir de aquel momento, cuando supe la verdad, todo me pareció diferente, hasta heroico lo he considerado alguna vez; por otro lado, en aquel tiempo, cuando supe la verdad, mi fervor por ti ya se había enfriado, aunque no olvidado, yo nunca te olvidé.       
  “Yo no quería marchar de aquí, de mi pueblo, y menos entonces que era tan hermoso. Pero sobre todo no quería irme por ti; eras mi mejor amiga y, tal vez, también fuiste mi primer amor; no lo sé, no me hagas mucho caso… Estábamos allí, delante de tu puerta, porque tu padre le prometió al mío que él nos llevaría en su vieja camioneta, aquel vehículo con el cual tu padre se ganaba la vida. También tu madre se ofreció a servirnos el desayuno antes de partir; entre ellos, entre tus padres y los míos, había una amistad antigua y recia, y además eran vecinos de toda la vida.
   “Yo sí, yo me acuerdo  como si hubiese sido ayer. Teníamos apenas catorce o quince años. Nos abrazamos llorando, nos prometimos en un susurro querernos siempre y escribirnos muchas cartas. Yo cumplí mi promesa, al menos en lo que se refiere a las cartas, te envié tal vez cinco, seis, siete… No lo sé, ya no lo recuerdo. Han pasado muchos años… Pero tú me fallaste; ni a  uno sólo de mis escritos respondiste. ¿O es que acaso no llegaron a tus manos? Sí, seguramente no llegaron a tus manos. Tal vez tu madre los leyó y no le gustó cuanto en ellos te decía.
“Sí, debió de ser eso; a tu madre nunca le caí bien. Sí, sí, no me lo niegues, nunca le caí bien; en cambio mi hermana era la niña de sus ojos, tal vez porque era la más pequeña de la pandilla, tal vez porque era muy guapa y zalamera ¡Quién sabe!
“¿Recuerdas aquel otro día, dos meses aproximadamente antes de nuestra partida? Estábamos en tu cuarto, con la puerta cerrada. Nos hacíamos  confidencias; hablábamos de nuestros amigos, de nuestras amigas, los criticábamos y nos preguntábamos quién nos gustaba más de todos ellos. Tú dijiste que no sentías preferencia por ningún amigo, ni amiga, que nadie te atraía especialmente. “Bueno sí –corregiste enseguida-, a ti te quiero de una manera especial”; entonces yo tomé tus manos. En ese momento tu madre abrió la puerta y  comenzó a gritar: “¡Qué hacéis aquí con la puerta cerrada!” “Nada” Respondiste tú con un hilo de voz. “¡Fuera, fuera de esta casa!” Me gritó. Y aún la oí decir a mis espaldas: “¡Qué ganas tengo que te vayas de una vez!” No supe qué quería decir con aquella frase; mis padres no me habían hablado aún de nuestra marcha, pero ella ya lo sabía.

“Perdona este silencio prolongado María, perdona; pero es mucho cuanto quiero contarte y se me agolpan las ideas en la mente. ¡Son tantos años de ausencia!
“De ti, ya sé casi todo: tu hija, como te he dicho antes, me ha puesto al corriente. Espero no obstante que después me expliques también tú aquellos asuntos, aquellos sentimientos, aquellos hechos que sólo son tuyos, que sólo tú conoces, y que, como en aquellos viejos tiempos de nuestra adolescencia, “avoques –en mí- el zurrón de tus secretos” como tú me decías en aquella época.       

“Nuestra huida fue terrible, María. Salimos de aquí, de nuestro pueblo, como tú nos viste partir: mi madre y Lidia, la pequeña, iban en la cabina con tu padre; mi padre y yo, nos acomodamos en la caja de la camioneta recostados en los dos o tres fardos que llevábamos de equipaje. Los muebles se vendieron muy pocos, además todo se hizo casi en secreto, nadie debía enterarse de nuestra marcha, los que no se vendieron quedaron para vosotros como compensación del traslado que tu padre no quiso cobrar.
“Después de muchas horas de traqueteo -¡Qué carreteras aquellas!- y cansancio llegamos a una masía cercana a la frontera, allí nos dejó tu padre. En aquella casa pasamos la noche. A la mañana siguiente, antes de amanecer, partieron mi padre y mi hermana –sólo podían ir dos, más era muy peligroso-, los acompañaba un hombre rudo y adusto, tendría unos cuarenta años, era el guía. Por lo visto se ganaba la vida de aquella manera y, según supe después, también lo hacía porque era “rojo” como mi padre. Sólo se arriesgaba con gente republicana.
“Volvió el hombre al cabo de cinco o seis días; mientras tanto mi madre y yo permanecimos en una habitación, medio a oscuras, sólo entraba una mujer para traernos algo de comer. Ni siquiera salíamos para hacer nuestras necesidades, nos dejaron allí una bacinilla y con eso nos apañábamos. Una tarde nos advirtieron que nos preparásemos para marchar a la madrugada siguiente.
“Aquella travesía ha sido uno de los episodios más dramáticos de mi vida: pasamos hambre, mucha hambre, pasamos frío, mucho frío, pero sobre todo pasamos miedo, muchísimo miedo. Nos costó cuatro días completos atravesar los Pirineos. Anduvimos  por vericuetos donde la nieve nos cubría hasta las rodillas. La primera jornada al anochecer, el guía nos llevó a una cueva. Fuera nevaba. Nos acurrucamos mi madre y yo en un jergón viejo que había allí, el hombre nos cubrió con una manta: no dormimos en toda la noche. Él, a nuestro lado, roncaba. A la madrugada siguiente, antes de romper el alba, iniciamos de nuevo la andadura. Volvió a nevar aquella mañana. De vez en vez, el hombre nos advertía que no hiciéramos ruido, que no hablásemos: “Si nos cogen iremos los tres a la cárcel”.
“Por fin llegamos a una vieja casa de campo, los dueños eran unos labriegos franceses y con ellos encontramos al resto de la familia. Abrazamos a mi padre y a mi hermana, con ellos hicimos una piña, y lloramos los cuatro, sí, sí, también lloró mi padre.

“A los quince días estábamos ya en una gran ciudad, en Marsella. Allí, unos amigos de mi padre, -“rojos” como él, según supe después-, nos colocaron en una portería. Mis padres trabajaban los dos: atendían a los vecinos, a las visitas, barrían y fregaban la escalera; se ganaban de veras el escaso sueldo que les daban. A mí me emplearon en una jardinería: aprendí a hacer ramos, coronas, hice recados y, por supuesto, limpiaba el local y barría la calle. A mi hermana le buscaron una escuela pública; fue la que más suerte tuvo: pudo estudiar, cursó la carrera de periodismo y, hoy, vive jubilada con una buena pensión.
“Permanecí cinco años trabajando las flores; al final les tomé cariño, llegó a gustarme aquel oficio. Por otro lado, mis jefes me trataban bien. Yo cumplía con mis obligaciones y ellos me pagaban puntualmente.
                   
“María, perdona de nuevo por este prolongado silencio, pero es que no sé si entenderás lo que ahora te quiero explicar; no te escandalices, ni nada me reproches; además,  estoy convencida que si yo no hubiese marchado de aquí, tú y yo hubiéramos procedido de igual manera que lo hicimos nosotras: Eva y yo. Lo leí muchas veces en tus ojos y tus poemas lo decían: estabas enamorada de mí, como yo de ti. Por tanto, escúchame:  
“A los veinte años conocí a una joven francesa cinco años mayor que yo; la conocí en un centro cultural donde se reunían exiliados españoles. Fue mi padre el que me invitó a asistir a una conferencia sobre “Españoles en el exilio”, la impartía Santiago Carrillo. Eva era su secretaria en aquella época.
“Durante toda la conferencia no le quité ojo de encima. De lo que dijo Carrillo, ni me enteré. Ella, que estaba situada en un extremo de la mesa del conferenciante, también se fijó en mí, yo me hallaba en la tercera fila, junto a mi padre. Cuando concluyó el coloquio vino a buscarme sin ningún disimulo. Se interesó por mí, por mi trabajo, por mi familia, por mis proyectos de futuro. De inmediato se ofreció para buscarme un trabajo mejor remunerado en París; ella vivía en esa gran ciudad y trabajaba para Carrillo. Ocupaba una buhardilla que podía compartir conmigo. Antes de los quince días tomé el tren para la capital de Francia. Cuando llegué a la “Gar du Nord” , allí estaba ella. Nos abrazamos, nos besamos, como nunca había besado a ninguna otra mujer.
“Con Eva he vivido los veinte mejores años de mi vida. Sólo tuve una pena muy grande durante tan largo tiempo: nunca me atreví a presentársela a mis padres como mi compañera sentimental, como mi amante, como mi amada. Pero nosotras éramos felices.

“No te enfades, María. Tal vez he supuesto algo que no debería; tal vez por tu parte sólo fue un error de juventud. Mas yo te quería tanto, estaba tan enamorada de ti, que siempre pensé que nuestro amor era recíproco.

“Bueno, tengo que marchar. Volveré mañana y espero que entonces seas tú quién vuelque en mí “el zurrón de tus secretos”.

“María, no me gusta esta foto que han puesto en tu lápida, estás muy seria, muy  desmejorada ¡Con lo guapa y risueña que tú eras! Le diré a tu hija que la cambie.

   

SEUDÓNIMO: UN BESO AL AMANECER


                                                                                                                                                                                                                                                  

lunes, 25 de marzo de 2013

EL TREN



     Pablo caminaba despacio, pero con paso firme. Llegó él hasta la puerta del colegio “Santiago Ramón y Cajal” donde estudiaba su nieto. Allí, delante de la escuela, había una plaza con una fuente redonda en el centro, en torno a ella media docena de bancos y cuatro moreras viejas y frondosas. Pablo se sentó en un banco a la sombra y esperó. Había llegado, como cada día, un cuarto de hora antes de que saliese el niño del colegio. Prefería esperar a correr el riesgo de que Javier concluyera sus clases y él no estuviera allí.  
            Se abrieron las puertas de la escuela y por ella apareció un torrente de niños gritando unos, cantando otros y alborotando todos. A Pablo le gustaba contemplar aquella marabunta infantil cargada de energía y buena salud: pura vida.
            Javier corrió a los brazos abiertos del abuelo, él lo estrechó contra su corazón, lo alzó unos centímetros del suelo, lo besó en la frente, y enseguida lo volvió a dejar en tierra.
            -Abuelo ¿Vamos a ver las olas?
            -Como tú quieras hijo –respondió Pablo, al tiempo que le mostraba un pequeño bocadillo sacado de su bolso.
            -No, no. Ahora no, luego cuando estemos sentados en aquel banco frete al mar.
            -De acuerdo, como tú quieras –y guardó la merienda nuevamente en el bolso.
            -¿Qué historia me vas a contar hoy?
            -La que a ti más te guste.
            -¿Por qué no me explicas aquel viaje del que hablabas ayer con la abuela María?
            -¿Cuál? No recuerdo sobre qué hablaba ayer con la abuela.
            -Sí, hablabais de cuando tú viniste a Cataluña por primera vez.
            -Ya, ya recuerdo. Fue mi primer viaje en tren, cuando apenas tenía yo tu edad; sí recuerdo, apenas tenía diez años, sí, sí… -y el abuelo se sumergió allá donde los viejos guardan sus empolvados recuerdos.  

            Nieto y abuelo llegaron a mitad del paseo que corría junto al mar. Se sentaron en un banco, donde muchas tardes ambos tomaban asiento: Allí, unas veces era el abuelo quien contaba historias al nieto; otras era el nieto quien explicaba cómo había ido el colegio aquel día, o le relatada pequeñas anécdotas sobre sus vivencias con los compañeros o compañeras de clase. También a ratos ambos callaban y sus miradas se perdían sobre las olas, o alzaban la vista al cielo y gozaban de la arrebolada que les ofrecía el atardecer.
            -Abuelo, dame el bocadillo y comienza ya a contarme la historia.
            -¿Seguro que quieres escuchar ese cuento?
            -Abuelo, no es un cuento, es una historia. Y sí, quiero –respondió Javier muy serio, luego hizo una breve pausa y agregó-. Además creo que debe ser divertida: os vi y oí reír a los dos mientras hablabais de aventuras en un tren.
            -Pues muy bien, ahí va:
            “Cuando yo era así de pequeño como tú…
            -Yo, ya no soy pequeño –protestó Javier-, tengo diez años.
            -Sí es cierto. Hoy los niños a esta edad sois mayores.
            -Bueno, bueno. Quieres comenzar de una vez.
            -Sí, sí, impaciente. Ya voy:
            “Cuando yo era pequeño, vivía en un pueblo chiquito de apenas doscientas cincuenta casas, habitadas por otras tantas familias; en total vivíamos en aquel villorrio unas novecientas personas, entre chicos y grandes.
            “En mi pueblo, entonces, sus habitantes vivían de la agricultura: un poco de lo cultivado en los huertos que había junto al río y otro tanto de los campos de arriba, del secano.
            “Un mal día, las aguas del río inundaron las huertas: habían construido un pantano, y las gentes comenzaron a emigrar –Pablo hizo una pausa y preguntó al niño- ¿Sabes qué quiere decir emigrar?
            -¡Abuelo! Que en mi clase hay  varios emigrantes –respondió molesto por la duda del anciano-. Hace ya tiempo que la señorita nos habló sobre los emigrantes. Hasta un día nos mandó hacer un dibujo cuyo tema a desarrollar debía ser la emigración.
            -Perdona chico, ya te he dicho que ahora vosotros sabéis mucho.
            -Venga, venga, continúa.
            -Pues bien, mi padre, tu bisabuelo…
            -¿Mi bisabuelo? –preguntó extrañado Javier.
            -¡Mira por donde, ahora va a resultar que no sabes tanto como yo creía! Sí hijo, sí. Mi padre era tu bisabuelo y mi madre tu bisabuela.
            -Si seguimos así, esta tarde no terminas la historia.
            -Alto ahí, amigo mío. Esta interrupción ha sido tuya, no mía.
            -Por favor, continúa.  
            -Mi padre, tu bisabuelo –dijo el anciano con retintín, mientras en el rostro del niño se dibujaba una sonrisa-, vino a Barcelona en busca de trabajo, mientras mi madre, tu bisabuela –cruzaron nuevas sonrisas plenas de complicidad- quedaba en el pueblo con sus hijos, todos pequeños. El mayor era yo con diez años, como ya te he dicho, luego venía la tía Luisa, la que vive en Sabadell, con siete, y el más pequeño, Andrés, con cuatro; a ese no lo has conocido tú. Murió joven, pero esa es otra historia.
            -¿Otro día me la contarás?
            -Sí hombre sí, otra tarde te la contaré –continúo-: Cuando mi padre encontró trabajo, alquiló un pequeño piso y nos mandó venir. Él no pudo ir a buscarnos, hacía pocos meses que trabajaba en una obra, de peón de albañil. Además, no estaba asegurado, estaba en situación irregular.
-¡Como los emigrantes de ahora! –exclamó el niño espontáneamente.
-Más o menos, de eso hablaremos otra tarde. Ahora continuemos con el relato:
“Debido a sus condiciones laborales, no se atrevió a pedir unos días libres para ir a por nosotros. Tenía miedo a ser despedido del trabajo. Así que mi madre, con ayuda de una prima, se encargó de preparar todo el equipaje, aunque no era mucho.
            “En aquellos días de preparativos, yo siempre estaba con ellas intentando ayudar en lo que podía. Una tarde oí a mi madre gimotear, y Juana, su prima, le decía: “No, no pienses eso, Marta” Ella le respondía: “Me lo ha dicho Antonio en una carta. Sí, sí, dice que a muchos cuando llegan a la estación de Barcelona los coge la policía, los mete al calabozo y, al día siguiente, los envían de nuevo a su tierra. Dicen que ya hay demasiada gente en Cataluña. También me tranquiliza, me dice que todo irá bien. Ha conocido a un hombre –un policía retirado- que por cierta cantidad de dinero nos pasará los controles sin ninguna dificultad.
            “Llegó el día de partida: nos levantamos muy temprano, porque la Requenense, un autobús destartalado que iba desde mi pueblo hasta Valencia, salía a las siete de la mañana. Recuerdo que el marido de la prima Juana nos colocó a mis hermanos y a mí,  medio dormidos y atolondrados, en la última fila de asientos del viejo autobús, luego subió mi madre. Después de dos largas horas de traqueteo y mil paradas por el camino, llegamos a la capital, a Valencia. El autobús nos dejó muy cerca de la estación del tren. Mi madre entonces contrató a un mozo para que, con un viejo carretón, nos porteara el escaso pero pesado equipaje.
            “Al atravesar la verja de la estación alcé la vista y quedé embobado: ¡Qué maravilla! Aún hoy, cierro los ojos y veo aquella fachada grande, inmensa para mí –yo nunca había salido de mi pequeño pueblo-, decorada con racimos de naranjas con sus tallos de hojas verdes. Los colores eran vivos y los frutos parecían reales. Cada pieza colocada en el sitio adecuado y los colores brillando sobre la pared de blancos mosaicos. Todo ello había salido, sin duda, de las manos de un gran ceramista…
            -¿Me llevarás a verla algún día, yayo? –interrumpió el nieto entusiasmado por la emoción del abuelo.
            -Claro que te llevaré –y depositó un beso en la mejilla del pequeño.
            -Continúa abuelo, continúa.
            -Una vez dentro de la estación, comprendí el porqué de aquella fachada: Era la entrada a un mundo mágico, espectacular. Miraba de frente, ante mí había muchos, muchos trenes colocados uno al lado del otro, de ellos  veía el último vagón, el que estaba junto a mí, pero no el primero, no. La locomotora no la veía. Alcé después mis ojos y aquello era inmenso; mi vista se perdía en un techo gigantesco de enormes y oscuras placas de cristal, sostenidas por grandes columnas de acero ¿Y el sonido? Aquello era como el concierto de una gran banda de música, oculta en algún lugar, tal vez en uno de aquellos largos trenes. La composición era estrambótica: sonaban silbidos sin cesar como salidos de una extraña escala musical; aquellos pitidos se intercalaban con roncos gemidos de carretas y carretillas que iban de unos andenes a otros; casi al mismo tiempo, sonaban también voces metálicas, roncas y estridentes que no se entendían; finalmente, toda esa amalgama de sonidos y ruidos era envuelta por un murmullo constante y continuo de aquella masa ingente de hombres y mujeres.  
“Sí, me impresionó sobremanera ver aquel río de personas moviéndose de un lado para otro, empujándose unos a otros sin orientación ni sentido aparente. Nunca, nunca había yo visto tanto individuo  junto; ni siquiera en la fiesta mayor de mi pueblo. Qué digo en la fiesta; ni si quiera el día que vino Franco a inaugurar el pantano y eso que aquel día acudieron invitados todos los habitantes de los pueblos vecinos.
“A media tarde nos instalamos en un vagón del tren, después de que mi madre comprara los billetes en una de las taquillas de la estación. Por cierto, sabes, por mí pagó medio billete y por mis hermanos nada; sí, sí, no pagaron nada porque eran pequeños.
“¡Ah! ¡Ah! ¡Qué alegría, qué alborozo! Cuando el tren comenzó a andar. Yo creía que el corazón se me iba a salir del pecho. Mi madre había puesto un bulto del equipaje en el suelo para que yo me subiera sobre él y así poder mirar mejor por la ventanilla. Vi alejarse lentamente aquellas enormes columnas de hierro, luego apareció aquel túnel grandioso en el que se había transformado la estación; también habían quedado atrás los trenes parados, ahora mucho más pequeños; contemplé también, cómo aquella masa ingente que hacía sólo un momento se movía entre gritos y alboroto, en ese instante aparecía como pequeñas hormigas moviéndose lentas en la boca del hormiguero.
“Iba embobado mirándolo todo con ojos como platos, cuando de repente oí un grito a mis espaldas: “¡Niño baja de ahí y cierra esa ventana! Si tardas un poco más nos vamos a poner negros de tanta carbonilla”. Salté de un brinco y me coloqué al lado de mi madre, mientras miraba con ojos asustados y respiración entrecortada el rostro,  huraño y adusto, de un hombre mayor sentado frente a nosotros. Mi madre se levantó y subió el cristal de la ventana; luego dirigiéndose a aquel viejo, dijo: “Usted perdone”.
“Estuve más de una hora acurrucado allí, pegado a mi madre, sentado junto a la ventanilla, pero sin osar mirar siquiera por ella. Yo sólo observaba: frente a mí estaba sentada una mujer de unos cuarenta años, más o menos como mi madre, a su lado había una niña más joven que yo, pero mayor que mi hermana, al lado de ella estaba su padre y a continuación aquel hombre serio y gruñón que me había reñido. Al otro lado de mi madre iban mis hermanos.
“Yo comencé a dar signos de inquietud, no paraba de moverme en el asiento y no sabía cómo ponerme. Entonces el padre de la niña que había frente a mí dijo:
-Muchacho asómate a la ventana si quieres y baja el cristal que aquí hace ya mucho calor; además ahora la carbonilla no entrará ya que vamos por campo abierto.
-Gracias –dijo mi madre; luego dirigiéndose a mí, ordenó-. Haz lo que te dice este señor.
“Me faltó tiempo para bajar el cristal y sacar mi cabeza por la ventana. Al instante sentí a mis hermanos apretarse a mi costado. Bajé yo del bulto, donde me había subido, y ayudé al pequeño a colocarse en él. Mi madre entonces tomó a mi hermana y la sentó junto a ella.
“¡Qué hermosura! ¡Cuánta belleza! Atravesábamos campos de color verde, a veces pedazos de tierra rojiza, otras ocres, de tanto en tanto casas blancas, algunas con palmeras en sus patios. ¡Y los campos de naranjos! Grandes extensiones de árboles, con hojas de color verde brillante, moteados de naranjas como diminutos soles prendidos de sus ramas. Más al fondo, una cadena de montañas parecía que siguiesen al tren.   
-Pablo –dijo mi madre-, deja a esta chica que mire también por la ventana.
-María –indicó el padre de la niña-, se llama María.
-María asómate por la ventana y verás que paisaje tan bonito –la invitó mi madre.
“En ese momento, en vez de sentarme, corrí hacia el pasillo.
-¿Dónde vas? –la voz de mi madre me detuvo en seco.
-Voy a mirar por aquella otra ventana, ahí en el pasillo.
-Está bien, pero de ahí no te muevas.
-Sí madre -y en un momento estaba, alzado de puntillas, mirando por aquella otra ventanilla.
“¡Oh! ¡Qué maravilla! Tenía allí, casi al alcance de mi mano, el mar. Yo que nunca había salido de mi pueblo, no podía imaginar que el mar fuera tan hermoso, tan bello, tan espléndido.
-¡Mamá, mamá, aquí el mar! ¡El mar está aquí, aquí mismo!
-Sí hijo, ya lo sé. Ahora iremos tus hermanos y yo a verlo.
“Durante largo rato permanecí allí como encantado viendo el vaivén de las olas y, al fondo, unas barcas con sus velas blancas lanzadas al viento jugando sobre el lomo del oleaje. Luego, recogía la vista y quedaba extasiado contemplando cómo rompían las olas, allí mismo,  contra un promontorio de rocas, esparramando por todas partes su espuma blanca.
“No sé el tiempo que permanecí ante la ventana, de pronto noté la presencia de mis hermanos y mi madre a mi lado; ella me retiró y tomó primero a mi hermano pequeño, entre sus manos, lo alzó y lo tuvo un largo rato levantado ante la ventanilla para que gozara de aquel grato espectáculo, luego hizo lo mismo con Luisa.
“De pronto, vimos en el fondo del pasillo un hombre con uniforme azul y gorra de plato que entraba y salía de todos y cada uno de los departamentos. Cuando mi madre se dio cuenta de la presencia de aquel señor, nos ordenó:
-Vamos, vamos todos para dentro que viene el revisor –y luego añadió-. Y no os mováis; si le hacéis enfadar os castigará.
“Pronto apareció aquel funcionario de RENFE alto, moreno y con bigote. Nos saludó cortésmente y pidió los billetes.
-¿Son buenos chicos, verdad? –dijo, al tiempo que con su mano derecha alborotaba mis cabellos cariñosamente.
-Sí, sí –respondieron a coro los padres de María y mi madre, mientras el hombre  ceñudo nos miraba con fingido enfado.
-El revisor, antes de marchar, metió la mano en su bolsillo y nos dio caramelos a todos los niños. Nosotros permanecimos un rato sentados y en silencio en nuestros asientos. Después, transcurridos unos veinte minutos, me levanté y me encaminé hacia el pasillo; detrás de mí vino enseguida María. Nos colocamos frente a la ventana y al cabo de un instante la invité a venir conmigo; ni mi madre ni sus padres advirtieron, de momento, nuestra ausencia. Decidimos recorrer el tren: en la puerta de cada departamento nos parábamos, fisgábamos quién había en cada uno de ellos. En uno había un hombre negro “es el primero que veo” le dije a mi compañera, “yo también”; cuando llegamos a la plataforma, nos sentamos allí con los pies colgando y cogidos fuertemente a los barrotes de la baranda.
“Nos explicamos nuestra breve historia. Ella venía de un pequeño pueblo de Cuenca y yo de otro pueblo de Albacete, las dos familias íbamos a Barcelona. Pero pronto se acabó nuestra aventura: a los pocos minutos tuvimos a nuestra espalda a Demetrio, el padre de María. Nos cogió a ambos por una oreja y nos hizo levantar de allí; a su hija le dio unos azotes en el culo. Al entrar en el departamento dijo:
-Aquí tienes a tu aventurero. A ésta ya la he calentado yo.
“Mi madre se quitó el zapato y me propino una buena azotaina. Yo, que hasta ese momento no había derramado una sola lágrima –María ya lo hacía desde que su padre nos agarró por las orejas-, comencé a llorar con desespero. Nos sentaron a cada uno en un rincón y Demetrio nos ordenó:
-No se os ocurra moveros de aquí en todo el viaje.
“Seguíamos gimoteando cuando apareció el revisor:
-¿Qué ha pasado aquí, que parece esto un funeral?
“El padre de María le explicó nuestra travesura en pocas palabras.
-Venga, venga, que no hay para tanto ¿Vosotros queréis recorrer todo el tren?
“Tanto mi amiga como yo afirmamos varias veces con la cabeza, mas ninguno pronunció ni una sola palabra.
-Vamos –dijo, y nos tendió sus manos-. Ustedes no se preocupen, enseguida se los devuelvo.
-Fue maravilloso: nos paseó por todo el convoy. Aquello sí fue la mejor excursión con el mejor guía. Vimos vagones lujosos y otros menos; pero la mayoría eran como el nuestro, feos e incómodos, con asientos de madera. Por último nos llevó hasta la locomotora y nos presentó al maquinista y a su ayudante. Eran simpáticos, como él. Bromearon con nosotros y nos contaron algunas historias muy bonitas sobre su vida en el tren. Finalmente, nos retornó a nuestros padres. Nos colmó de caramelos y trozos de regaliz –nos explicó que en su pueblo había muchas de estas plantas-; nos besó a todos los niños y desapareció.
“Cayó la tarde y pronto la oscuridad tomó el vagón. Demetrio movió un interruptor y se encendieron unas lucecitas. Yo sentí que mis ojos se cerraban cuando mis hermanos y María hacía ya un rato que dormían.

-Casi al alba llegamos a la provincia de Barcelona. Noté una fuerte sacudida sobre mi hombro y desperté. Era mi madre. “Ven conmigo, vamos al retrete que nos hemos de lavar la cara”. Volvimos a nuestros asientos y despertó a mis hermanos. Repitió la operación. Luego los padres de María hicieron lo mismo.
“El tren entró majestuoso en la estación de Francia. Silbaba fuerte y con insistencia. Entraba ufano como un batallón que vuelve victorioso de la guerra.
“Los mayores se agolparon sobre las ventanillas para ver si les esperaban sus familiares. Mi madre también. Ella miraba con angustia y desasosiego porque no veía a mi padre, ni a mi tío.
“El padre de María gritó:
-¡Daniel, Daniel, Daniel, aquí! Estamos aquí.
-Ya están ahí –dijo en voz alta, dirigiéndose a todos. Después miró a mi madre y le preguntó- ¿Si quiere, esperamos hasta que aparezca su marido?
-No, no, de ninguna manera. Antonio no puede tardar.
“Se dispusieron a bajar. Antes, Demetrio le dio a mi madre una hoja de papel con la dirección de Daniel, su hermano. La esposa de Demetrio besó a mi madre y él le tendió la mano. Yo miré a María y me hubiera gustado darle un beso, como el que le había dado cuando estábamos en la plataforma, pero no me atreví, sólo le tendí la mano y ella la estrechó.
-Vamos, vamos dijo el padre –y pronto desaparecieron del departamento.
El tiempo pasaba, ya casi no quedaba nadie en el tren. Mi madre hacía esfuerzos supremos por no llorar, pero yo veía el llanto en sus ojos. Mi padre no aparecía y el andén se iba quedando vacío. Al rato, se presentó de nuevo Demetrio:
-Vamos Marta, le ayudaré a bajar los bultos y los niños.
-Gracias, gracias.
En el momento justo en el que Demetrio bajaba la última maleta, mi padre venía corriendo por el andén. Se abrazó a mi madre y luego nos besó a nosotros.
-¿Qué ha pasado? –preguntó mi madre sin poder contener el llanto.
-¡Qué ha pasado! ¡Qué ha pasado! –Exclamaba mi padre, mientras se le escapaba la rabia por los ojos-. Que el cabrón ese, el que debía ayudarnos a salir de aquí, ese, el sinvergüenza ese al que yo le di cinco mil pesetas no ha aparecido. “Cinco mil pesetas –me dijo-, porque hay que untar a gente importante, las otras cinco ya me las darás cuando os hayáis instalado en Badalona”. Hablé ayer con él, me dijo eso y quedamos en encontrarnos bajo aquel reloj grande. Y no ha aparecido. Nos hemos recorrido, mi hermano y yo, la estación de punta a rabo y no ha venido el muy cabrón. ¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Cabrón!…-exclamaba furioso, echando espuma blanca por la boca-. Mi hermano ha salido, por si  estuviese fuera. Mi madre ya lloraba desesperadamente y nosotros, al verla a ella, también.
-No os pongáis nerviosos –intervino el padre de mi amiga-.Por cierto, yo soy Demetrio y he viajado, junto con mi esposa y mi hija, en el mismo tren que su familia. Allí está mi hermano. Ha venido para llevarnos a Badalona, donde él vive.
-También yo vivo en Badalona, en el barrio de Artigas… Ahora nos llevarán a Montjüic, nos meterán en el calabozo y nos devolverán al pueblo.
“De pronto apareció ante nosotros el revisor. Al verlo mi padre quedó helado, sin palabras; a mi madre se le cortó el llanto de repente; el más tranquilo era Demetrio; nosotros todavía hacíamos pucheros y gimoteábamos.
-¿Qué pasa? ¿Va todo bien? –preguntó muy serio el funcionario.
-No, no va nada bien –respondió nuestro compañero de viaje.
“Demetrio le explicó cuanto había sucedido, con pequeñas interrupciones por parte de mi padre que seguía cada instante más inquieto.
-Está bien, no teman, todo saldrá bien. Usted vaya con su familia. Ya me encargo yo de ellos –dijo, señalándonos a nosotros-. Saldrán de aquí sin problemas.
“Aquel hombre fue nuestro Ángel de la Guarda: Primero marchó con mi madre y los dos pequeños hasta la calle; enseguida estuvo de nuevo junto a nosotros. Me tomó de la mano y nos condujo a través de pasillos interminables, donde no nos cruzamos con nadie, hasta un estrecho callejón; allí tampoco había ni un alma, sólo mi madre y mis hermanos.
-Allí, a la derecha, tenéis una avenida donde encontrareis autobuses que os llevarán a Artigas -tendió la mano a mi padre, él la estrechó con fuerza mientras le miraba a los ojos en señal de gratitud, luego tomó mi madre aquella mano del benefactor y la besó varias veces al tiempo que repetía: “gracias, gracias, muchas gracias”. Finalmente aquel hombre bueno se agachó y nos dio un beso en la frente a cada uno de los pequeños, al tiempo que depositaba en nuestras manos un trozo de regaliz. Acto seguido se dio media vuelta y desapareció por aquella estrecha puerta.

El abuelo calló, miró al niño, éste seguía en silencio con sus ojos puestos en él, después Pablo volvió su mirada hacia las olas que rompían en la playa. El hombre parecía seguir todavía enredado en sus viejos recuerdos.
-¿Ya has acabado abuelo?     
-¿Te ha gustado la historia?
-Sí, me ha gustado mucho.
-Pues no, no he acabado todavía. Falta lo mejor ¿Te gustaría saber qué fue de aquella familia que conocimos en el tren? ¿Te agradaría conocer qué fue de María?
-Sí, claro ¿Os visteis después en Badalona?
-Sí, sí, nos vimos. Mis padres pasados unos meses fueron en su búsqueda. Los encontraron; mas no fue un único encuentro, no. Entre ambas familia se creó una gran amistad. Entre María y yo también; tanta fue nuestra amistad que al final acabamos los dos en el altar.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que María y Pablo se enamoraron, se casaron. Se quisieron mucho, mucho. Aún hoy día se estiman.
Javier se echó al cuello del abuelo y le cubrió el rostro de besos.